El regalo de Sara (2)

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Nos apresuramos a salir de la escuela. Habíamos quedado en pasar por la tienda de camino a casa, para comprar un regalo de cumpleaños para su madre.

Después de que la señora Elizabeth nos había ayudado a preparar la sorpresa para Sara unos meses atrás, las cosas habían mejorado un poco. Bueno, más específicamente, ella decía que habían mejorado «muy poco» (pero técnicamente ambas frases significan lo mismo, ¿no?). No obstante, yo seguía insistiendo en que las cosas podían mejorar mucho más. Su madre no me parecía una mala persona, y tenía la esperanza de que, si cada una seguía poniendo su granito de arena, un día ambas podrían tener una hermosa relación de madre e hija. Y convencí a Sara de que esforzarse en ese regalo sería un gran paso.

Visitábamos el tercer centro comercial y habíamos considerado al menos diez artículos que podría comprar, cuando finalmente decidimos buscar algún calzado para el obsequio. Me encantaba que se estuviera esforzando tanto con ese regalo, pero detesto los centros comerciales y, para ser sincero, ya moría por regresar a casa.

—¿Qué te parecen los rojos? —sugerí desde el departamento deportivo, señalando un par de zapatos que había visto detrás de Sara, que estaba en el pasillo de calzado femenino.

—¿Cuáles? ¿Éstos? —preguntó Sara, volteándose, e intentando adivinar cuáles señalaba.

—No, me refiero a los que están...

—Oye, Will —rio—, ¿sabes? Puedes entrar al pasillo. Estoy casi segura que si alguien te ve acá, supondrá que no buscas zapatos para ti.

—Sí, por supuesto —respondí, retraído.

Entré, tieso, tomé el par de zapatos que le decía y se los mostré. Solo exageraba para divertirla.

—Umm... No parecen el estilo de mamá —sentenció, ladeando la cabeza.

—Entiendo, ¿y qué tal esos? —le dije, señalando otros  que estaban en la parte de abajo del estante que ella tenía enfrente.

Sara se abajó y los tomó.

—Están lindos —opinó—. Están muy lindos, en realidad. Creo que le gustarían.

—Genial, entonces esos serán —respondí entusiasta—. Vámonos antes de que te arrepientas.

Sara tomó un par del mismo modelo en su caja, se puso de pie y caminó hacia fuera del pasillo.

—¡Wao! ¡Mira esas mochilitas! —dijo alzando su vista hacia el fondo de aquel segundo piso—. Había estado buscando una como esas.

—¡No, no! No las veré —me apresuré a alcanzarla y tapé sus ojos—. ¡Y tú tampoco lo harás!

—¡Vamos, Will! —se quejó, mientras yo la guiaba en dirección a la salida, sin separar mis manos de sus ojos—. Sabes que no soy como las demás chicas. Es muy difícil que algún artículo de centro comercial llame mi atención. ¡Esta es una oportunidad única!

—¿Ah sí? Pues yo veo bastantes mochilas de esas allí. Seguro que para mañana aún no habrán desaparecido. No podemos perder tiempo, ya se hace tarde.

Al final me dejé convencer y fuimos a comprarle esa mochila, incluso la ayudé a pagar. Luego, al salir del centro comercial, tomamos un autobús a casa. Nos sentamos uno junto al otro. Le cedí a Sara el asiento de la ventana, como siempre.

—¿Y cómo te fue en las clases de actuación el sábado? —le pregunté.

—Perfecto —respondió sin dejar de ver por la ventana.

—¿De verdad? —cuestioné mirándola con el ceño fruncido por la extrañeza—. ¿Tu instructor pesado ya se está portando mejor?

—No, pero por fin nos pusimos de acuerdo.

Lo que dicta el corazón 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora