I. EL JUICIO

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Su cuerpo siempre había sido amante de la lujuria tanto como del pecado

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Su cuerpo siempre había sido amante de la lujuria tanto como del pecado. Eran sinónimos para una vida que representaban sus codicias a partes iguales, y mientras ondeaba las caderas al ritmo de duras embestidas, chocando las nalgas una y otra vez sobre la pelvis del hombre bajo él, Lyzanthir Enneiros sonrió satisfecho por tener todos sus deseos en la punta de sus dedos y estar tan cerca de alcanzar la cúspide.

Aunque era algo difícil mantener una sonrisa que no fuese de excitación cuando tenía un desastre entre las piernas y la garganta se le descocía a gemidos.

Bañado en sudor, deslizó las manos sobre el pecho desnudo de su compañero. Estaba cubierto de cicatrices y una cama de vello oscuro seguía su camino hasta la mandíbula en una barba espesa, su garganta parecía removerse con cada gemido y respiración pesada, Lyzanthir quiso beber de ello, así que se inclinó para presionar sus bocas juntas. Dejó morir sus gemidos contra esos labios entreabiertos que clamaban por más entre jadeos, con la barba picándole en la piel, se estremeció por completo al sentir las duras manos del hombre acariciando la curvatura de su espalda antes de soltarle una nalgada que resonó en la oscura habitación de aquel prostíbulo barato.

No había nada suave en ello, se movían por una lujuria sucia, por el egoísmo del placer, motivados por querer disfrutar del cuerpo ajeno. Era agresivo, y Lyzanthir lo estaba montando como si nadie más que él fuese dueño del cuerpo del guardia que había conquistado, ¿Cuál es que era su nombre? Tenía que gemirlo al correrse para quedar bien.

El hombre estiró una mano hacia él, le acarició las piernas, apretó sus muslos y le observó con tal fascinación que parecía de un devoto admirando a sus dioses. Un hereje a ojos de su propia religión. Lyzanthir le regaló una imagen más que divina al arquearse, abriendo las piernas y permitiéndole ver el espectáculo obsceno entre ellas; su cabello despeinado saltaba por doquier y bañaba su cuerpo perlado como lluvia dorada e infinita.

—Lyz —gimió el hombre.

Lyzanthir ahogó un jadeo y le dio una cachetada.

—Soy tu señor —escupió, tomándole del rostro. Le clavó las uñas en la mandíbula.

Si al hombre le extrañó que la punta de los dedos del elfo estuviese negros y con capilares que viajaban por todo su brazo, prefirió no decir nada. Pero Lyzanthir notó el movimiento que sus ojos hicieron cuando se fijaron en su mano un segundo antes de sonreír fascinado por el agarre.

Puto masoquista, pensó.

—No importa que tengas tu pene dentro de mí, sigo siendo tu señor. —dijo Lyzanthir.

El hombre tragó saliva.

—Voy a correrme, señor.

Lyz arqueó una ceja, su media sonrisa tembló.

—¿Te he dado el permiso?

—Por favor.

Lo pensó, mordiéndose el labio. Jamás se detuvo.

La condena de los malditos [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora