XX. Nuestra Señora de los Mil Rostros

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Azryeran no podía morir

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Azryeran no podía morir.

Lyzanthir se lo repitió tantas veces como fuera necesario para poder creérselo mientras caminaba en círculos como un animal enjaulado fuera de la enfermería, en compañía de Sombra, Rhode, de Sadiki, y de algunos miembros más de la tripulación que velaban por noticias del capitán. Estaría dentro, maldición que deseaba esperar dentro, junto a su cama mientras la semi-elfo le curaba, pero Gia los había echado a todos y pedido la explícita ayuda de Venia.

De nadie más.

La marca en su muñeca quemaba, ambas, ambos contratos, ambos tratos, era un dolor constante que le mantenía inquieto, haciéndole saber que Gia no avanzaba, el dolor era el contrato avisándole que la vida de Az pendía de un hilo, recordándole de forma constante que tenía algo que cumplir ahí: no dejar que muriese.

Y estaba muriendo.

¿Cómo podía estar muriendo?

Los Vhert Morta no morían. No tenían el permiso de Nuestra Señora para volver a cruzar al reino de los muertos, la niña era caprichosa y les quería siempre en tierra, en el plano de los vivos... ¿Entonces, por qué Azryeran estaba así? ¿Cómo era posible?

¿Y por qué, en nombre de todos los Dioses, a Lyzanthir le angustiaba tanto?

Habían pasado horas desde que lograron zarpar sin rumbo fijo, alejándose de La Serpiente Plateada, con su capitán herido. Las lunas gemelas se alzaban en el cielo desde hace tanto rato ya, que pronto les tomaría volver a esconderse y dejarle el paso a sus hermanos, el sol.

Y desde que las lunas se apoderaron del cielo, la presencia de Nuestra Señora era más fuerte.

La risa de una niña se adueñaba de los pasillos, en especial del de la enfermería, hacía eco por sus paredes, resonaba infantil y divertida aquí y allá. Los pasos delicados de un cuerpo pequeño y menudo llamaban la atención de todos cada cierto tiempo, seguido de los graznidos de cuervos o el brillo blanco de la mirada de canes de sombra que se perdían en las esquinas.

A la tripulación no le asustó su presencia cómo una aparición no bienvenida, les asustó porque el mensaje era claro: Azryeran estaba muriendo, y madre estaba ahí para reclamarlo.

Pero Azryeran no podía morir, se repitió Lyzanthir.

¿Entonces por qué no despertaba? ¿Entonces por qué sus heridas no curaban?

Pasadas las horas, Sombra tuvo que desaparecer para comprobar el estado del barco. Volvió con malas noticias, y aun no sabían nada de Azryeran.

Fue cuando los soles comenzaron a despuntar en el horizonte que Gia se asomó por la puerta, desganada y despeinada. Llena de sangre y con las manos nerviosas negó ante la tripulación expectante.

—No cura —dijo, dejando ir el aire en un suspiro —. No importa lo que haga, no pasa nada, es como si no importara.

—Tiene que haber una forma —dijo Sombra, con el rostro arrugado —. No puede ser tan-

La condena de los malditos [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora