XXVII. Animales

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Las sombras inquietas consumieron la habitación como si una manada de hambrientos depredadores se adueñaran de la estancia, el rumor de la muerte rondando por las esquinas era la única presencia entre ellos, y la sangre que manchó a ambos hombres ...

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Las sombras inquietas consumieron la habitación como si una manada de hambrientos depredadores se adueñaran de la estancia, el rumor de la muerte rondando por las esquinas era la única presencia entre ellos, y la sangre que manchó a ambos hombres solo fue un afrodisiaco para el deseo mutuo, aunque alguno de ellos se negaba a aceptarlo en voz alta. En un ambiente tan reducido como esa simple habitación en la mansión costera del Asesino de dioses, dónde la muerte no era más que una patrona más, Lyzanthir sonrió satisfecho cuando la voz en su cabeza desapareció y por fin obtuvo privacidad.

Azryeran, sobre él, apretó más los dedos en torno a su garganta, arrancándole un lastimero gemido ahogado, muerto mucho antes de salir y que hizo al capitán temblarle la sonrisa. Juraba, entre todos los mares de Paream y el universo entero, que no debía existir imagen más erótica e imponente que esa que tenía entre sus dedos: un elfo tan hermoso como lo era Lyzanthir, con cabellos de oro cual botín esparcido por doquier, manchado de sangre y muerte, de poder y ambiciones, con el rostro tan sucio por las ansias de un poder que se le escapaba de las manos. Azryeran no sabía cómo explicarlo, el deseo que explotaba en sus venas mugrientas por alguien tan fino y delicado como Lyzanthir, porque de inocente no tenía ni una pizca, era abrasador como las llamas de la chimenea que se apagaron de un soplido gracias a la gélida presencia de las sombras, tan fuerte cómo su deseo constante de matar y consumir.

Había matado.

Quería consumir.

Beber de Lyzanthir cuanto podía, la fuente más pura que alguna vez consiguió de corrupción, el ser más cínico y, se atrevía a decir, que el más frío de los que alguna vez conoció.

Y no necesitaba obtener respuesta de parte de Lyzanthir para saber que él también lo deseaba: su sonrisa lo decía todo.

La sangre del dragón le caía entre los labios hasta mancharle los dientes, corría por su mentón hasta su cuello y dejaba un camino seductor que lo llevaba a desear continuar pecando, o tomar más hombres para matarlos sobre él y seguir disfrutando de una imagen que solo pensó tener en sus mejores sueños.

Lyzanthir deslizó las manos a través de los brazos tensos del capitán, sus dedos temblaban por la falta de aire y ambos pudieron notar el momento exacto en el que sus muñecas quemaron por el contrato que les avisaba lo cerca que estaban de romper alguna regla, y sin embargo Lyzanthir no se removió para apartarlo. En su lugar, tomó como pudo a Azryeran de la camisa y tiró de él para estamparlo contra su boca y besarlo. Fue una explosión parecida a matar, no había nada mejor para definirlo que con el mejor de los placeres que Azryeran conocía luego de coger. Jadeó sobre sus labios, soltando el agarre de su cuello para encajarle las manos a las caderas y presionarse contra él sin pensarlo, tirando a la mierda toda su cordura.

Seguro Lyzanthir tenía alguna respuesta quejumbrosa entre sus labios, Azryeran se encajó de que no dijera nada, atacando su boca con salvajismo en un beso desesperado que sabía a sangre de dragón, a licor y codicia. La codicia de tenerlo entre sus manos, de ser capaz de tocarlo a sus anchas, de tenerlo a su completa merced dónde siempre lo deseó: caliente, duro y cubierto de la muerte a la que jamás dejaba de oler, ese era el problema con Lyzanthir: apestaba a muerte y corrupción. Maldita sea si Azryeran le había olido en La Fosa desde antes de que abriese la puerta de su celda, le supo ahí desde ese instante y supo que debía ser suyo, que Nuestra Señora lo había puesto ahí para él, tan tierno y corrupto, lleno del mejor de los venenos para el mundo, pero que para él no era más que una ambrosia que ni los dioses merecían.

La condena de los malditos [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora