XIII. MI OFRENDA, PRINCESA

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El bullicio no le hacía bien a su dolor de cabeza, pero el alcohol hacía lo suficiente para que Lyzanthir no quisiera morirse del asco mientras pretendía que no deseaba matar a todos en ese lugar por lo indecentes e inmorales que eran

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El bullicio no le hacía bien a su dolor de cabeza, pero el alcohol hacía lo suficiente para que Lyzanthir no quisiera morirse del asco mientras pretendía que no deseaba matar a todos en ese lugar por lo indecentes e inmorales que eran. La cubierta de la reina de los condenados se había convertido en un prostíbulo de poca monta, donde las prostitutas bailaban en el centro, dejando ir la ropa poco a poco hasta que algún pirata las reclamaba y se perdían para coger. La música era mala y detestable, el alcohol sabía a barato y no había cosa que Lyzanthir odiase más que el poco pudor que muchos tenían al meter las manos bajo la ropa de la compañía y pretender que nada ocurría ahí, frente a todos.

No había decencia alguna. Era la más pura demostración de decadencia, con mujeres de pechos al aire haciéndolos bailar en los rostros de pervertidos, faldas sobre las caderas y mujeres en el regazo de aquellos que tenían la cabeza hacia atrás en un gesto demasiado obvio de lo que ocurría. Había algunos más decentes, que mantenían la ropa puesta aunque los movimientos lo delataran, y Lyzanthir quería largarse de ahí, nadie lo notaría si tomaba a Venia y se encerraban en el camarote lejos de esa maldita situación.

Solo que no podía.

Lyzanthir lo sentía incluso si no podía verlo, la pesada mirada del capitán Azryeran acechándolo a cada segundo, atento a cada uno de sus movimientos, porque si no eran los ojos del capitán, lo era el cuervo que a veces sobrevolaba sobre él o se detenía cerca, siempre vigilante. Ja, le había hablado de libertad total en el barco siempre que no hiciera desastre y sin embargo ahí estaba, con un pajarraco siguiéndolo y los ojos de la muerte sobre su cabeza.

No entendía la obsesión del capitán con él. No tenía sentido alguno que el Vhert Morta quisiera tanto sacarlo de sus casillas, no había razón para eso, se suponía que solo eran cliente y empleador, nada más, Lyzanthir creyó desde un comienzo que el viaje seria aburrido y silencioso, encerrado en un barco con un montón de criminales a los que tenía que soportar y no hablar con nadie más que un par de veces. Y en su lugar tenía eso: un estúpido capitán que no lo dejaba en paz. Odiaba cuando los planes se le salían de control.

Detestaba la terrible sensación de quemazón en su estómago cuando, entre la multitud, lograba vislumbrar la imagen del capitán sentado, rodeado de prostitutos que le agasajaban con bebidas y comida, susurrándole cualquier cosa al oído, y una en especial, de largos cabellos rubios, sobre su regazo deslizándose por su cuello. La simple visión molestaba al elfo ¿Cómo podían estar anclados en medio de la nada en el mar, a solo metros de Bravaria, tan relajados, en una fiesta y con prostitutas? ¿Cómo si no fueran buscados por toda Fulgur?

¿Cómo si Lyzanthir no estuviera muriendo?

Apartó la mirada de Azryeran cuando la mano del chico rubio se perdió entre sus pantalones, y apretando los dientes Lyzanthir se levantó, con su vaso aún lleno en manos, y decidió caminar por cubierta para ignorar el muy mal humor que tenía. Nadie le prestó atención al caminar y Venia ni siquiera hizo el intento de detenerlo, lo cual agradecía, no creía ser capaz de soportar hablar con una persona sin querer escupir todo el veneno que llevaba dentro. No culpaba a Venia de eso. Era su cabeza, que no sabía cómo calmarse luego de todo lo que había pasado.

La condena de los malditos [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora