XXIII. Nido de alimañas

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Venia se abrió paso tras una espesa cortina de neblina, a través de la cual podía ver una hilera de luces azules y púrpuras a la lejanía, dotaba de una extraña sensación de vida a ese pueblo costero con el que se encontró una vez salió del camarot...

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Venia se abrió paso tras una espesa cortina de neblina, a través de la cual podía ver una hilera de luces azules y púrpuras a la lejanía, dotaba de una extraña sensación de vida a ese pueblo costero con el que se encontró una vez salió del camarote tras atracar en el puerto. La tripulación trabajaba arduamente en atar sogas y estribos, y otros preparaban el botín de hace días para bajarlo también. Alandor era curioso, Venia jamás había escuchado del sitio y por lo que parecía no era extraño, era una isla abandonada por el mundo, según lo que había escuchado un lugar digno de mercenarios y piratas... y la salvación para muchos otros.

El puerto era grande, iluminado con grandes farolas, lleno de vida con pescadores que temprano en la mañana tomaban sus pequeños barcos y redes para emprender su labor. Barcos enormes atracados a su muelle, piratas y comerciantes que llegaban de la mar como ellos, estaba a rebosar aunque los soles apenas habían decidido salir de su sueño diario, pero por el oro madrugaba cualquiera.

Olía a sal marina y ron, a pescado fresco y al dulce aroma de pan dulce recién horneado. Las casas más cercanas, casetas de techos viejos y paredes de roca, eran locales para recibir a cualquiera que pusiera pie en Alandor, una taberna cercana, una panadería causante de ese olor a pan, seguro había un prostíbulo cerca a juzgar por la mujer de faldas recogidas apoyada contra el puesto del frutero y que parecía coquetear mientras jugaba con unas naranjas. Extrañamente, para Venia se sintió agradable el ambiente. Cuando escuchó sobre un lugar dónde los piratas vivían e iban por negocios, pensó en algo peor que Bosque Hueso, que era el peor sitio dónde la peor de las calañas existía, y a simple vista, Alandor era agradable. Había niños y jóvenes ayudando con el trabajo, niñas jugando en los charcos de agua mientras sus padres trabajaban, no era una imagen de agonía y dolor.

Cuando colocaron la escalera para bajar, Sombra gritó órdenes como llevar el botín al nido y avisarle a alguien que Venia no reparó, también pidió por un carpintero y el jefe del astillero, luego se dirigió a ella.

—Ven, tenemos que registrarte.

Venia alzó una ceja.

—¿Perdón?

—Necesitas registro —dijo sin explicación y bajó del barco.

Venia bajó siguiendo a Sombra, frotándose los brazos por el frío, las calles eran adoquinadas más allá de dónde el muelle terminaba, estaban mojadas por lo que parecía una ligera llovizna nocturna. Sombra no le explicó nada, así que Venia tuvo que seguirla en silencio a través de las personas hasta una caseta a solo unos metros de ahí, la puerta estaba abierta de par en par y algunos hombres mascaban tabaco al hablar con otro hombre, que anotaba cosas al otro lado de un escritorio. Tenía la piel de color purpura, una cola que terminaba en punta y cuernos retorcidos agrietados que decoraban su cabeza como una corona. No parecía importarle la mala cara de los hombres mascando tabaco.

—Dijeron que la Reina de los Condenados llegó al puerto —dijo el hombre de cuernos sin levantar la mirada —. Ustedes, largo.

Los hombres bufaron, soltaron el aire por la nariz como un toro y se fueron sin decir más, dándole una mirada de reojo a Sombra y a Venia. El hombre de piel púrpura rodeó el escritorio y se preparó una pipa de cristal con parsimonia, entonces miró a las chicas, y fijó los ojos en Venia.

La condena de los malditos [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora