VII. ROCES

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Estaba muriendo

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Estaba muriendo.

Lo sabía, podía sentirlo en cada uno de sus nervios. Sus huesos parecían resquebrajarse a cada convulsión y el ardor se esparcía a través de sus venas, quemando todo a su paso cómo fuego líquido con el único propósito de destrozar todo su ser. Miró su mano, alzándola al aire y la vio volverse cenizas y volar por el abismo a la distancia, y luego de su mano vino el brazo, y por cada vez que su piel se resquebrajaba en pedazos y se deshacía como la arena entre sus dedos, el dolor solo conseguía intensificarse más y más.

Sintió el peso de sus acciones sobre su pecho, impidiéndole moverse aunque ya no quedaba nada. No. No...aún quedaba algo, lo más importante. Eso que aún latía en el interior de su pecho aunque el corazón también se había vuelto cenizas, aquello que seguía bridándole calor sin lastimar, lo único que le tenía anclado a esa tortura.

Unas manos cadavéricas se deslizaron por su pecho, una risa infantil llenó sus sentidos. Estaba por todas partes y por ninguna al mismo tiempo. Tenía frío. Pero tenía calor. Todo le dolía, pero no le quedaba mucho más que pudiese doler. Algo, quizás a su derecha o a lo mejor sobre él, se resquebrajó, fue un sonido que rechinó e hizo mella en sus oídos, aguda y atroz, raspando con saña y de pronto, sintió que lo tomaban todo.

Se clavó con fuerza dentro de su pecho, el frío desapareció, el calor también y solo quedó la nada cuando el aire le fue arrancado. Lo tomó, lo único que valía la pena, apretó.

—No —imploró.

Y sobre él, solo hubo una niña riéndose de su desgracia.

«Pobre Lyzanthir. Qué pena, Lyzanthir»

Negó, una y otra vez, desesperado, no, no podía hacer eso. No podían quitarle lo único que le quedaba, ni siquiera los Dioses debían tener el valor para arrancarle aquello que más apreciaba.

Pero quien daba poder, podía quitarlo. Y nadie debía quejarse.

Tiró. Y sintió como arrancaban todo de él, tiraron de aquel listón invisible que constriñó sus órganos, su fuerza, sus motivaciones, y le arrancó el grito más ensordecedor capaz de lastimar su garganta.

Lyzanthir se despertó del tirón, gritando, temblando de frío y empapado de sudor. Se incorporó con agresividad en su cama ante el grito que lo despertó, asustado, antes de darse cuenta que había sido suyo, y no de alguien más. Se tocó el pecho, angustiado, pero no había nada ahí, de hecho, no había nadie más que él en su habitación a oscuras. La luz de las gemelas se colaba por la ventana, y los ruidos de la noche le ayudaron a confirmar que solo había sido un sueño.

Otra vez.

Suspiró, se pasó las manos por la cara y murmuró en el idioma sagrado de su gente una jodida súplica al señor de los bosques para que ese tormento acabara de una vez, y aunque dejó un espacio de silencio con la esperanza ya apagándose de oír una respuesta, no llegó jamás. Nunca las había.

La condena de los malditos [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora