II. LA VERDAD

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—Ha llegado una misiva del general Silas, pregunta cuando llegaran sus nuevos exploradores

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—Ha llegado una misiva del general Silas, pregunta cuando llegaran sus nuevos exploradores.

En un gesto elegante y grácil, su madre, de largo cabello rubio decorado de joyas y ostentosidad, levantó su taza de té una vez que preguntó aquello. Al otro lado de la mesa Lyzanthir removía desganado las pastas con crema, el té esperaba frío y su motivación para mantener una conversación con su madre era tan nula cómo su interés para encargarse de algo que jamás podría tocar de verdad. Ni siquiera era capaz de presentar un mínimo de interés por su intento, sus palabras se escuchaban huecas y vacías.

—Lyzanthir —llamó la mujer, bajando la taza para dejarla con fuerza sobre la mesa con un golpe brusco que botó un par de gotas fuera. Uno de los criados, acercándose en el momento justo con una bandeja de biscochos, se sobresaltó. —. Te estoy hablando.

Lyzanthir elevó la mirada sin muchas ganas. Tenía ojeras y los pómulos marcados, siempre había sido de muchos ángulos en su rostro, pero desde el juicio parecía que la vida se le iba de a cuenta gotas.

Era más realidad que mentira.

—Por los Dioses —bramó su madre, entornando los ojos. Tomó uno de los bizcochos y despachó al criado con un gesto déspota, atizándola en el aire como quien espantaba un insecto —. Quita esa cara de muerto, me vas a deprimir a mí también.

—Si mi cara te es de desagrado, madre, entonces será mejor que me retire.

—Estoy hablando contigo, Ennhëira. No te atrevas a levantarte, ahora respóndeme. La renovación lunar es esta noche.

Lyzanthir suspiró. Tomó por fin un bocado de su postre, no recordaba desayunar con su madre fuesen así de pesado o aburrido. No era culpa de la podre mujer, la Señora Evhärym Das Enneiros era, sin duda, una mujer con la que la élite siempre quería regodearse, solía dejar a todos asombrados por la elegancia con la que existía, siempre envuelta en esa ostentosidad de joyas y cadenas de oro que se perdían con su propio cabello. Lyzanthir la amaba tanto como podía amarse a una madre como ella, pero no se borraba el picor constante en su mejilla una vez llegó del juicio, ni las palabras que aun resonaban en su cabeza.

La decepción.

Y ahí estaba pretendiendo querer incluirlo en los labores de un Enneiros, desayunando como si esas palabras jamás fueron dichas en los jardines interiores de su hogar, con la luz de los soles gemelos entrando por el techo descubierto. Era un lugar precioso, no podían jactarse de ser elfos y no tener el mejor de los jardines de todo el reino, con pilares retorcidos que sostenían su hogar alrededor de todo el jardín, de oro puro y pulido que brillaba junto a los soles cómo troncos de árbol que se perdían entre enredaderas y flores.

Era una mañana fresca, el aire olía a salitre y se podía escuchar el mar muy cerca, con sus olas chocando contra los muros de piedra de la montaña sobre la cual estaba construida la villa Enneiros, que amanecía tan perfecta como siempre a excepción del solitario cuervo que llevaba sobrevolando los árboles desde muy temprano.

La condena de los malditos [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora