XI. NUESTRO TESORO

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El mundo siempre cambiaba luego de un buen festín

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El mundo siempre cambiaba luego de un buen festín.

Se volvía más... curioso, más vivo, brillante y estimulante. Había algo en lo que pasaba luego de una buena comida que para Azryeran nunca le haría perder el atractivo en desmembrar, matar y beber de sus víctimas. Era placentero, excitante. Y lo mantenía tan vivo como Madre lo necesitaba, así que era un ganar-ganar.

Ese era el detalle, sin embargo. Que no había comido lo suficiente, y aun así el cuerpo le cosquilleaba y todo era maravilloso. La brisa marina se sentían como caricias de un amante, el salitre del aire quemaba al respirar, sus latidos eran los de un hombre vivo y no los de un cadáver, porque luego de días incontables encerrado, lejos de su fuente vital, no había nada mejor que beber de la sangre más poderosa en toda Paream. El poder era indescriptible.

La sangre divina no tenía comparación, y Azryeran, aún días luego, no dejaba pasar la satisfacción de que su paladar aún saboreara el dulzor de una sangre tan pura, tan poderosa. La camiseta manchada seguía ahí y de vez en cuando la olisqueaba y lamia en busca del sabor, su cuerpo vibraba por él, aún se deleitaba y esa misma noche luego de hundir el barco del ejército y perderlos, se había tocado pensado en los cadáveres y la sangre de la que se alimentó. Bebió como nunca de la única botella de ron que le quedaba y que su preciosa Nery había guardado con recelo y disfrutó solo en su camarote de perderse en los placeres detrás de verse sobrecogido por el poder de la sangre más pura de los dioses.

Era su propia droga, su vida, su trato, pero ninguna droga en toda Paream se igualaba a eso.

El cuervo le acompañó en todo momento hasta que, tras una risa infantil que lo deleitó y sirvió de aviso, se obligó a abrirle las ventanas del camarote y dejarlo ir tras una simple orden que solo él y el cuervo escucharon.

Nunca deseó tanto a una puta como ahora, cuando no hacía más que existir con su pene erecto y la emoción siempre a flor de piel, excitado por el calor de la batalla y de la sangre con la que aún soñaba. Todo roce lo erizaba. Lo primero que haría al llegar a Bravaria sería buscar a alguien con quien coger. Explotaría si no. Nada de lo que podía conseguir en el barco lograba satisfacerlo, casi nada...no como buscaba.

Bueno...en realidad había alguien. Una persona. Solo que habían pequeños problemas al respecto, y era que lo único que le gustaba de él era su rostro de puta cara y esa boca rosada tan peligrosa, pero que apostaba hacía maravillas; el sentimiento era mutuo, Lyzanthir lo detestaba aún más de lo que Az lo detestaba a él y no le gustaba eso de obligar a nadie, el placer solo era divertido si todos lo disfrutaban. Así que el elfo estaba tan descartado como imposible.

Tampoco podía cogerse un desgraciado que llevaba días inconsciente. Eso no sería divertido.

Lo más parecido a esa sensación de reconocer una boca experta dónde la veía lo encontró en uno de los chicos nuevos, trabajaba en la cocina del barco y Az no le había visto hasta hace solo un par de días cuando hizo un recuento de pérdidas y ganancias. Era joven, adorable, su pelo era de un castaño pálido que bajo la luz del sol podría parecer rubio y tenía las orejas ligeramente puntiagudas, había sangre élfica en él pero no era pura. Tenía unos labios perfectos para trabajar en un prostíbulo, así que lo mandó a llamar.

La condena de los malditos [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora