X. FÉNIX

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La calma repentina del mar extrañó hasta a los guerreros

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La calma repentina del mar extrañó hasta a los guerreros. El ejército se detuvo extrañado, los piratas guardaron silencio sin comprender de buenas a primeras lo que ocurría, aunque conocían a su capitán y lo que estaba a punto de hacer, así que luego lo entendieron, muy pronto. Y la realización les iluminó el rostro.

Vitorearon en cadena y se lanzaron sobre los soldados confundidos, aprovechando el momento. Ninguno de ellos entendió lo que ocurrió, mucho menos aquellos que abordaron La reina de los condenados, pero esos que seguían en el barco del ejército miraron estupefactos el cuerpo caído de la diosa a la que juraron proteger siendo ultrajada por un criminal.

Sin poder reaccionar a tiempo, fueron consumidos por la turba de piratas emocionados por un insulto proferido a las divinidades, a los primigenios y primordiales de Paream. Cayeron como moscas una a una, y los pocos con los nervios y reflejos de acero para reaccionar a tiempo intentaron salvar a su señora.

Friedrich los detuvo.

Su orden llegó ronca y dolorosa, se sostenía una herida en el costado con una mano y su mirada estaba rota, perlada de angustia y dolor, muchas cosas debían estar pasando por la mente de aquel que juró proteger y salvar a dioses como ella, a salvaguardar la integridad de la línea divina directa y pura. No lo había hecho.

Pero no se movió de su sitio.

Se mantuvo quieto, levantó un brazo para detener el avance de todos los soldados que no estaban muriendo a manos de piratas y ordenó que no se metieran. Esperó.

Lyzanthir lo había escuchado durante toda su vida, Friedrich muchas veces le confesó en cama y en la intimidad sus mayores temores: ese mismo que estaba viviendo ahí, fallar su trabajo, deshonrar su legado, ver morir a quienes amaba...a los dioses que tanto adoraba. Pero también sabía por qué no estaba molestándose en entrometerse para arrancar de encima del cuerpo de Catherine al Vhert Morta.

Sabía, en teoría, lo que debía esperar. Aunque el pelirrojo se veía a punto de romperse en mil pedazos, destruido.

Pobre, siempre había sido demasiado débil.

El Vhert Morta estaba como un animal salvaje con su presa, aferrado sin dar oportunidad de separación aunque fuese un cadáver, su espalda se movía con violencia, y sus gruñidos y gemidos se escuchaban por toda la cubierta pues el mar nunca había estado tan silencioso como ahora.

Solo se oía a él alimentarse, como una bestia.

El charco de sangre bajo su cuerpo se hacía cada vez más grande, se fundía con el agua sucia, escurriéndose entre los tablones, corriendo rauda y mortal en los surcos. A los costados, los brazos sin fuerzas de la señora de los mares se mancharon con la sangre, sus propias heridas sangraron, y siguiendo el cauce de su figura, Lyzanthir reparó en el cinturón del que colgaba la vaina de su espada.

Buscaba algo en especial.

Ella también debía tener una.

La encontró en el momento exacto en el que la pluma chisporroteó, los destellos saltaron y brilló de forma incandescente tras un momento que pareció eterno; de reojo, vio a Friedrich respirar hondo, y al volver la mirada al cuerpo muerto, Lyzanthir vislumbró el momento exacto en el que una alta llamarada de fuego envolvió una pluma roja colgada en las faldas de la mujer.

La condena de los malditos [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora