XXI. MÍO

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Padre

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Padre.

La palabra tensó algo en su mente, un hilo imaginario que terminó por romperse, quizás fue su cordura, o su pensamiento resquebrajándose por algo que no debía escuchar.

¿Qué acababa de escuchar?

Padre.

Las letras resonaban en su cabeza en eco, repitiéndose una y otra vez. Y una risa que no era suya, pero que había escuchado un montón de veces se regodeaba de su situación, disfrutaba de un encuentro que Lyzanthir no comprendía pero que entendía como peligroso, porque de otra forma su nuca no se habría erizado tal y como lo hizo. De otra forma, su cuerpo no se hubiera puesto tenso, como si sus articulaciones se congelaran.

La realización le arrancó el aliento y le cerró los pulmones. Raíces negras parecían nacer a sus pies, anclándolo a su lugar, y las hermanas del santuario fijaron sus ojos vacíos en él, los canes de sombras dejaron de comer, los cuervos de graznar. El mundo entero dejó de escucharse, como si Paream misma se hubiera paralizado al escuchar una verdad que jamás debió ser nombrada.

Y la diosa de la muerte lo miraba directo a los ojos.

Padre, había dicho.

Padre, le había llamado.

Y el miedo en Lyzanthir no era por las palabras, sino por lo que ellas habían ocasionado en él. Eran, nada más y nada menos, que por el gozo inhumano e insano que le presionó el pecho, como una boa constrictora que se aferró a sus pulmones y clavó colmillos en su corazón, no era su emoción, pero la sentía tan propia como el veneno en su cuerpo que destruía todo de su ser.

Escucharlo, le había emocionado. Como si hubiera esperado esperando escucharlo por eones, siglos, desde el inicio de los tiempos, como si aquello fuese su único objetivo.

Sintió cariño por la mujer frente a él, no por la figura, sino por la esencia que parecía estar poseyéndola, sintió cariño por el rostro infantil de la estatua que los vigilaba en esa sala de rezos, y sintió cariño por la idea de una diosa quejumbrosa y caprichosa. Pero ella no era nada para él, nunca le rindió culto, jamás cantó glorias por ella, y sin embargo estaba ahí, con ganas de hincar las rodillas al suelo y abrazarla, pidiéndole que le liberara.

Y ese pensamiento detuvo a Lyzanthir.

No fue suyo.

Su mano se alzó con lentitud hasta tocar la mejilla de Nuestra Señora y ella sonrió, quebrada y lúgubre, lejos de la inocencia del rostro del cuerpo que usaba. Pero Lyzanthir no había movido su mano, él estaba paralizado por completo, pero era su mano la que estaba ahí, tomándola, era su cuerpo el que se movía, solo que no le respondía.

Se sintió atrapado de pronto, su cuerpo era su propia cárcel y por más que luchó por decir algo o moverse, ninguna extremidad respondió.

«Quieto »ladró una presencia en su cabeza. A veces, le solía escuchar al fondo, pero esa vez estaba tan cerca que juraría que lo tenía gritándoselo al oído.

La condena de los malditos [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora