IX. EL ASESINO DE DIOSES

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El estruendo de un cañón dispararse rompió el aire y batió el barco, Lyzanthir tropezó, el dolor en su tobillo le hizo jadear y cayó contra uno de los mástiles al que se aferró por inercia

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El estruendo de un cañón dispararse rompió el aire y batió el barco, Lyzanthir tropezó, el dolor en su tobillo le hizo jadear y cayó contra uno de los mástiles al que se aferró por inercia. El agua salpicó sobre él, y ante la risa grotesca del Vhert Morta a sus espaldas, temió por el destino de la misión.

No por él, tampoco por su seguridad ni mucho menos, sabía que quizás la reina de los condenados sería capaz de perder e incluso deshacerse de un barco de guerra. Había escuchado historias, pero todo cambiaba si la diosa de las aguas estaba ahí.

Porque el asesino de Dioses estaba con ellos.

Y lo supo, supo en ese instante que el capitán Azryeran no abandonaría ese lugar sin tener la oportunidad tomar a otro sangre divina bajo su filo. La mirada la tenía perdida en la distancia, por donde la niebla se disipaba y el barco de guerra se acercó, Paanee se veía como una silueta borrosa al borde de la proa, pero ahí era lo único para lo que el Vhert Morta tenía ojos. Había admiración, deseo, hambre.

—Az —lo llamó, incorporándose como pudo —. ¡Azryeran!

No contestó. No parecía escucharlo, aunque su vista estuviera en ella, Az se vio perdido por largos segundos hasta que su ojo gris volvió a enfocarse y tras pestañear, miró hacia Lyzanthir.

—Ni se te ocurra —murmuró el elfo —. Es una diev, vas a-...

Az sonrió, su mano deslizándose sobre el mango del sable que colgaba en su cintura

—A obtener el mejor botín de todos, princesa —Dijo—. ¡Prepárense para abordar! —gritó —. ¡Y rindan todos respeto, estamos ante la presencia de su divinidad, Catherine Das Paanee! Que el mar acepte esta ofrenda y se ponga a nuestro favor.

Hizo una reverencia demasiado elegante y formal, nada de burlas, hubo real devoción en su voz.

Los gritos que retumbaban junto al azotar de los cañones solo le confirmaron a Lyzanthir que estaba rodeado de imbéciles. La tripulación corrió los cañones del barco hasta el borde. Las sogas llovieron por el cielo, se aferraron a la madera y Lyzanthir vio a los tripulantes de La Reina de los Condenados deslizarse hacia el otro barco, guindados de tirachinas y tirolinas con sus armas entre los dientes, colocando tablas como puentes para cruzar y el grito de guerra escapando por sus labios.

Lyzanthir se aferró al mástil, el barco giró, lentamente sintió su cuerpo moverse junto a este y una ola impactó contra el casco que lo empujó con violencia al suelo. Rodó entre los pies de la tripulación, se cubrió la cabeza con una maldición dicha entre dientes y trató de pensar cómo solucionarlo.

Tenían una diosa y a Friedrich. Tenían ventaja con Friedrich, estaba limitado a hacer magia con las manos, nada vocal, la herida seguía ahí. Catherine era un problema. Uno muy duro. A ella y al resto de dierum los enviaban a guerras, a luchas difíciles y eran siempre la última opción en disputas. Tenerla ahí era el mayor de los problemas.

La condena de los malditos [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora