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Tamborileo mis dedos sobre la mesa de dudoso color, expectante.

Es entre un blanco grisáceo o crema, imposible de determinar a causa.

Obsesivo de las manecillas del reloj, él no suele ser impuntual. Supongo que ser un hombre de familia tiene sus desventajas después de todo.

Gustave Mitchell - o Mitch, para los amigos- llevaba apenas unas semanas trabajando junto a mi padre en el departamento de investigaciones de la policía de Chicago cuando todo sucedió.

Al fallecer mi papá, un jovencísimo Mitch había sido uno de los pocos que palmeó mi hombro y me preguntó cómo me sentía mientras los pedazos de tierra eran arrojados a la fosa, sobre su ataúd.

Había muerto como un tipo cualquiera, sin pompa y sin honores, a pesar de haber recibido diez disparos a quemarropa un día festivo en el que iba sin su chaleco caminando por la calle con un ramo de flores para mi mamá.

Era su día libre. Y lo mataron como a un perro rabioso.

Yo contaba con cinco años cuando Richard Knight dejó de proteger al mundo.

Fui mi héroe de placa lustrosa, la cual conservo en el cajón de mi mesita de noche; su chaqueta de cuero negra, sus camisas blanca almidonadas y pantalones de sastre negro, en cambio, terminaron en algún lugar dispuesto por la policía cuando encontraron a mi madre muerta en mi casa dos años más tarde.

La camarera no deja de batir sus pestañas en mi dirección mientras pasa un trapo a mi mesa, otra vez, una mesa vacía a no ser por mi vaso desechable con un poco de agua. Por dos extenuantes minutos ha frotado y frotado.

¿Qué demonios limpia con tanto énfasis? El olor a desinfectante me irrita las fosas nasales casi tanto como su accionar.

Un mensaje llega al celular que mi cita está por llegar diez minutos tarde por culpa del tráfico. Supongo que es una manera elegante de decir que su bebé de cinco meses se ha cagado hasta los codos y debió cambiarle los pañales, dado que su mujer está trabajando en el hospital y la niñera no ha llegado para rescatarlo lo suficientemente pronto.

Curvo mis labios hacia arriba con diversión.

Mitch está transitando una tercera paternidad con casi cincuenta años y yo con treinta y siete, ni siquiera tengo en el radar a una pareja estable.

Mi vida es, ni más ni menos, que un cúmulo de momentos fugaces. Mejores o peores, pero nunca períodos de felicidad. Desde que ese hijo de perra de "Albert Collins" se encargó de meterse con mi madre, no tuve otro propósito que llegar a la vida adulta y vengarme de él. Destriparlo y vaciar mi cargador en su pecho, en su cabeza, en cada puto lugar de su cuerpo.

La venganza es parte de lo que soy. Parte de mi sangre. Mi motor.

Con el tiempo, con la experiencia que me daría el hecho de trabajar tanto con los vivos como con los muertos, supe que disponía de otros métodos para hacer sufrir a alguien sin quitarle el oxígeno con mis propias manos o transformándolo en la víctima de mi pistola personal: siendo revanchista con sus seres queridos.

"Soy tu venganza" CompletaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora