05. Trabajo
Davina Fiore
—Lo siento mucho —me disculpé con el hombre al que había chocado. Él me dedicó un asentimiento rápido y continuó caminando.
Sonreí. Oh, maldito idiota. En Milán todos eran unos idiotas despistados. Los civiles, claro, pero no iba a ir a robarle a un hombre de la mafia. Tampoco estaba tan mal de la cabeza.
Saqué el dinero de la quinta cartera que había robado hoy y lo conté rápidamente antes de tirar la cartera a la basura. Cincuenta y dos euros. Eso me dejaba en doscientos cuatro euros.
Jodidos ricos.
Lo primero que hice fue entrar a un restaurante que había. Lucía acogedor y familiar, estaba decorado al estilo típico italiano.
—Buenos días —una de las camareras me habló en inglés, yo sonreí antes de responderle en italiano.
—Buenas, ¿la cocina sigue abierta?
Eran casi las diez de la noche, así que no me sorprendería si ya no sirvieran comida, pero llevaba tres o cuatro días sin llevarme nada sólido al estómago más allá que alguna barrita robada en algún supermercado y moría de hambre. Había gastado mucho dinero en el viaje de Francia a Italia y no tuve para comer.
—Claro, tome asiento. En seguida le llevo la carta.
Sonreí agradecida, sentándome en una mesa lejana a la ventana. Aún seguía un poco paranoica por estar en Italia, a pesar de que el territorio del Cosa Nostra estaba bastante lejos de Milán.
La camarera, una chica rubia, menuda y de ojos azul claro, me sonrió encantadoramente cuando dejó la carta sobre la mesa. La miré por encima, pidiéndo rápidamente un plato de pasta. Principalmente porque era lo más barato.
El olor a comida me revolvió el estómago. No recordaba que tenía hambre hasta que el olor a tomate frito me inundó las fosas nasales.
—¿Eres nueva por aquí? Te habría notado antes —cuestionó con curiosidad.
—¿Estás ligando conmigo?
Ella se sonrojó furiosamente, su piel pálida pero vagamente bronceada por el sol se puso completamente roja.
—No, no. Solo preguntaba.
Me reí un poco.
—Era una broma, tranquila —le sonreí—. Sí, soy nueva. Aunque no creo que vaya a quedarme mucho tiempo.
Solo lo suficiente, hasta que viera a mi padre muerto. Luego ya vería lo que haría con mi vida.
—¿Y eso por qué? Milán es precioso.
Me encogí de hombros.
—No soy de las que se quedan mucho tiempo en un mismo lugar.
Ella soltó un suspiro soñador.
—A mí me encantaría viajar, pero tengo que ayudar en el negocio familiar y estamos bastante liados.
—¿No necesitáis una camarera? —cuestioné yo, aprovechando la oportunidad— O cocinera, o limpiadora. Realmente hago de todo. Y no cobro mucho.
—Oh, la verdad es que nos vendría muy bien —asintió—. Déjame ir a buscar a mi padre.
Se alejó con prisa, perdiéndose en lo que supuse que era la cocina. Poco rato después, apareció acompañada de un hombre canoso y rubio. Sin embargo, en el momento en el que vi el tatuaje de su antebrazo, maldije.
Dos rozas cruzadas y una daga. El tatuaje de la Ndragheta.
Tampoco es como si tuvieras muchas opciones.
Instintivamente, oculté mis nudillos lastimados de la pelea de ayer bajo la mesa.
—¿Estás interesada en el trabajo? Te pago a cinco euros la hora. Como camarera.
—Por supuesto.
—Perfecto, trabajarás de ocho a tres y de siete hasta el horario de cierre. ¿Qué te parece?
—Maravilloso. Muchas gracias, señor...
—Parisi. Santiago Parisi.
—Davina —omití mi apellido, porque lo reconocería.
—Ella es mi hija, Lía, te ayudará con el negocio. Empiezas mañana.
—Gracias de nuevo, señor Parisi.
Se marchó y solté un suspiro de alivio. Al menos, ya tendría algo con lo que comer.
***
Estaba jodidamente satisfecha. La pasta fue deliciosa, y realmente me había salivado la boca por algo de comida.
Rebusqué algún lugar para dormir, aunque pronto debería conseguir un apartamento. Aunque la casa sea de alguien que esté de vacaciones y me meta un par de días. No me molestaba dormir en la calle, pero no podía estar tanto tiempo.
Normalmente, siempre encontraba algún sitio. Me metía en una casa vacía, le pagaba algo al dueño de algún prostíbulo para que me dejara dormir en una habitación (eran mucho más baratas que las de moteles, en serio) o dormía en el coche que tuviera en ese momento. Robado, por supuesto.
La cosa es que no recuerdo la última vez que dormí en una cama cómoda. Probablemente con trece, antes de que todo pasara y huyera de casa.
Ahora tenía diecinueve.
Me decidí de nuevo por la parada de bus en la que había dormido ya dos noches. No descansé, nunca descansaba. Siempre demasiado atenta a mi alrededor, demasiado vigilante.
Desperté un rato antes de que saliera el sol. La ropa se pegaba incómodamente a mí por culpa del sudor y caminé por las calles buscando algún lugar que tuviera duchas públicas. Cuando encontré un gimnasio, entré sin duda. Fingí estar completamente segura de lo que hacía mientras entraba para que no me detuviera. Además, la recepcionista estaba demasiado ocupada en su teléfono como para notarme.
Aún no había mucha gente, solo un par de personas que decidían empezar su entrenamiento a las jodidas seis y cuarenta de la mañana (según el reloj que había colgado). Seguí las indicaciones que habían marcadas hasta que llegué a los vestuarios femeninos y casi lloré de alivio al ver las duchas.
Me quité la pistola y la escondí en el fondo de mi mochila. Saqué una toalla que robé en algún lugar hace un par de meses y entré a las duchas con prisa. Me desnudé, dejando la ropa en una de las perchas que había junto a la toalla, y me lavé el pelo y el cuerpo con el único jabón que había ahí. Me permití relajarme bajo el agua, solo durante cinco segundos, antes de volver a tensarme y ponerme atenta.
Vivir en modo supervivencia era agotador.
Cuando salí, me enrollé en la toalla que en un principio fue blanca pero que ahora ya estaba amarillenta. Debía conseguir otra, y otros zapatos porque ya casi tocaba el suelo con esas chancletas. Me vestí con unos pantalones de algodón y una camiseta varias tallas más grandes de Queen. Tampoco tenía mucho que escoger, la ropa la conseguí en las donaciones de la iglesia. También tenía un vestido veraniego, que probablemente era lo más cómodo con este calor, pero si tenía que huir podrían agarrarme del vuelo y atraparme.
Me sequé el pelo con la toalla y rebusqué un peine que me llevé conmigo cuando escapé de casa. Tardé casi una hora en desenredarme el largo pelo y dejarlo bien. Tenía el pelo bastante rizado, así que solo podía peinarme cuando estaba húmedo a no ser que quisiera parecer El Rey León. Probablemente debería cortármelo, pero amaba mi pelo. A veces, eso era lo único que me hacía sentir vagamente femenina.
Miré mis uñas rotas, cortas, sucias y sin pintar antes de guardar la ropa sucia en una bolsa y meterla en la mochila. Debía limpiarla pronto, no tenía más recambio. Agarré el arma y la sujeté con la cinturilla de mis bragas porque el pantalón era demasiado suelo. La tapé con mi camiseta y me colgué la mochila antes de salir.
Evité que me viera la recepcionista y, una vez fuera, solté un suspiro contento. Había necesitado esa ducha.
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Vendetta (Mafia italiana #1)
RomanceTenía trece años cuando sucedió. Tenía trece años cuando huí de casa. Y tenía trece años cuando tuve que aprender a sobrevivir. Las mujeres involucradas en la mafia, éramos ceros a la izquierda. Vivíamos en un mundo gobernado por y para hombres...