22. Incendio

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22. Incendio

Davina Fiore

Me golpeó unas cuantas veces más antes de dejarse caer en su silla con una sonrisa orgullosa. Me ardía la cabeza, mi brazo derecho escocía por los múltiples cortes que había hecho en ellos (el izquierdo no lo tocó porque, según él, arruinaría su obra de arte), mi nariz palpitaba de la inflamación y la sangre que caía de mi boca manchaba mi barbilla y cuello.

—¿Sabes? Realmente nunca tuve nada en contra tuyo —comentó—. Fue para relajarme, ya sabes, lo de quemarte viva. Estaba muy estresado.

—Intentar —corregí. No reconocí mi voz, sonaba ahogada. Siquiera hablar dolía y con cada movimiento de lengua el sabor metálico de la sangre se intensificaba—. No lo conseguiste.

Se burló de mí.

—Como sea —rodó la mirada—. Cuando ese idiota me dijo que no aceptaba casarse contigo, me enfadé mucho. Necesitaba descargar mi rabia con alguien, ¿y qué mejor que el propio problema?

—Porque intentar conseguirme otro esposo no estaba en tus planes, ¿verdad? —ironicé. Aunque creo que prefería arder viva a ser una esposa trofeo en la mafia.

Esas mujeres vivían cosas horribles. Mis respetos y condolencias a ellas.

—Cierra la boca, perra. Nunca lo habría conseguido, solo había que verte. Nunca fuiste femenina, ni te gustaban las compras, ni nada de esas mierdas que le gustan a las mujeres. 

—Así que decidiste matarme por preferir jugar a peleas que con muñecas.

—Eres mujer, Davina. Tú querías más de lo que una mujer podía tener.

Un toque en la puerta le hizo distraerse. Uno de los hombres que me secuestró entró y habló con él en voz baja. Guisepe rodó los ojos exasperado y se marchó, cerrando la puerta sin llave tras él.

Probablemente pensaba que no podría escapar. Maldito inútil, he vivido con malditos lobos y he sobrevivido. No puede llegar él y creerse el alfa, no cuando la alfa soy yo.

Me levanté sin mucho esfuerzo. El idiota solo me había atado las muñecas tras el respaldo de la silla, sin asegurarme a la madera.

Que me subestimaran siempre fue un punto a favor, me hizo ganar muchas batallas gracias al factor sorpresa. Así que realmente no me molestaba que Guisepe se esmerara tan poco en intentar mantenerme cautiva.

Caminé, tambaleando un poco al principio, y me di la vuelta para agarrar una de las viejas navajas de la bandeja. El imbécil ni siquiera se la había llevado.

Rezando por no cortarme la piel (más de lo que él había hecho), rasgué las cuerdas. Tardé un par de segundos, pero finalmente estas cayeron liberando mis extremidades. El alivio me inundó. Moví las muñecas que, por el cosquilleo desagradable, supe que no habían tenido suficiente circulación.

Agarré dos cuchillos de la bandeja, también el encendedor. Sonreí, saliendo del lugar a escondidas. Ese bastardo no había puesto seguridad.

Bien, comenzaba a ofenderme. ¿Tan incapaz me creía?

El primer hombre al que me encontré, estaba al final del pasillo. Fumaba marihuana distraídamente y apoyaba su hombro en la pared, dándome la espalda.

Fui sigilosa, rajándole el cuello sin darle tiempo a reaccionar de más. Después, continué con mi camino.

Estábamos en lo que parecía una fábrica abandonada, o algo así, pero no había demasiada gente. Probablemente solo estaban Guisepe y los tres que me habían secuestrado (ahora dos).

Perfecto.

El siguiente hombre estaba sentado sobre un maltrecho sofá, este sí me noto.

—¡Hey! —gritó, viniendo hacia mí.

Golpeé, sorprendiéndolo. Di golpe tras golpe, sin parar y usando la técnica del baño público. Cuando estuvo lo suficiente descolocado, le clavé el cuchillo en el pecho. Saqué el afilado objeto de su cuerpo, solo para volver a clavarlo en su cuello. Lo quité de nuevo, la sangre saliendo a borbotones y manchándome.

—¡Hija de puta! —el disparo llegó antes de que pudiera reaccionar, sin embargo tuve suficiente agilidad para apartarme y que me diera en el hombro.

Siseé de dolor, encarando a mi padre y al hombre que cargaba la pistola. Lancé la navaja con una precisión que incluso me sorprendió y agradecí mentalmente a aquel grupo de moteros con el que pasé dos semanas y que me enseñaron a lanzar cuchillos.

La navaja golpeó justo en su garganta, atravesándola. Enfoqué mis ojos en los de Guisepe, que ahora se veía conmocionado.

—Hija, yo...

Me lancé a agarrar la pistola del hombre muerto y le disparé en ambas piernas, haciéndolo caer al suelo.

—Davina, hija. Lo siento mucho —se desesperó—. Aún puedes volver, te haré mi heredera. ¿Quieres poder? Te daré poder. Serás Capo de la Cosa Nostra.

Rodé los ojos, sonriendo divertida.

—Me matarías antes de que eso sucediera.

—No, no. Te juro que no.

—Ay, padre —reí. Me sentía bastante bien, con él arrodillado frente a mí—. Ya es tan tarde. Además, tengo poder. Soy la mujer del Capo de la Ndrangheta, la mafia que gobierna Italia.

Parece ser que le dolió más haber perdido Italia que a su propia hija.

Iba a disfrutar acabando con él.

Saqué el mechero de mi bolsillo, alcanzando una cinta adhesiva que había ahí y rompiendo un trozo del sofá. Hice una bola con la tela y le prendí fuego, metiéndoselo a mi padre en la boca para después tapársela con cinta.

La saliva no tardó en apagar el fuego, pero por sus gritos agonizantes que se amortiguaban en la cinta supe que debía haberse quemado la lengua.

Entonces, procedí con su ropa. La incendié, admirando como el fuego carbonizaba su piel y como los gritos salían a pesar de su boca tapada. Queriendo escucharlo agonizar, le arranqué la cinta adhesiva.

—Por favor, por favor —murmuró, antes de volver a gritar—. ¡Dios! ¡Arde!

—Sí, esa era la intención —me burlé.

Localicé lo que parecía ser una bombona de gas, que probablemente tenían aquí para cocinar. Esto debía haber sido su escondite durante un tiempo.

Luego, cuando tuve clara donde estaba la salida, abrí la llave del gas y salí de ahí con prisa. Me alejé, y tardó cosa de diez segundos en explotar.

Mantuve mi sonrisa, mientras veía un tanto desde la distancia como el fuego consumía la estúpida fábrica abandonada, con mi padre dentro.

Vendetta (Mafia italiana #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora