Y los santos no existen

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—Dime la verdad, ¿qué piensas?

Carla sigue tirada boca arriba en mi cama y con su cabeza colgando cuando contesta:

—No lo sé. Pienso que en unos años nada de esto tendrá importancia, ¿sabes? Los chicos, el drama, el verano. No lo ves así ahora porque crees que a todo el mundo le importa lo que hagas. Pero cada persona tiene sus propios problemas y preocupaciones; se van a olvidar en unos días.

—Dile eso a mi mente.

—Ah, cierto.

Han pasado dos días desde el incidente. Todo pasó muy rápido; mamá nos llevó entre gritos a casa y castigó a mi hermana. Yo me encerré en mi cuarto también, y no he salido más que para comer y bañarme.

María se ha rehusado a hablarme y nadie ha tocado el tema. Mamá es especialmente buena para fingir que todo está bien, sé que no dirá nada hasta que yo empiece a hacerlo.

Quisiera estar feliz porque Aaron me besó, pero después recibió un golpe por hacerlo. Y temo que es mi culpa, por eso quisiera estar triste, pero Aaron me besó.

Han pasado dos días. Él no me ha buscado y yo tampoco.

Hoy, que me siento tan nerviosa, confundida y expectante, quisiera quedarme en casa, porque Aaron puede ser muy encantador, pero a su alrededor siempre está su madre. Especialmente ahora que me odia.

Qué golpe tan seco es saber que el tiempo corre y no se va a detener con mis problemas. Mientras plancho mi vestido, escucho a Carla parlotear sobre la novela que odia pero que ve con su madre todas las tardes. Se queja de la protagonista, mas está intentando peinarse como ella. Y cada tres minutos me recuerda lo grandes que eran sus caderas.

A las seis y media tenemos que ir a la misa del esposo de doña Agatha. Y aunque nunca lo conocí, debo estar presente por compromiso, pues ha sido así cada año. Después, se supone, vamos todos a la casa de los Larsson para cenar y brindar en su nombre. Espero haberme podido escabullir para entonces.

Así que despido a Carla, me pongo el vestido y voy con buena cara. En realidad quisiera vomitar; estoy harta del clima, harta del corte cuadrado y los tacones, de los asientos duros y la voz del padre. También quisiera ver a Aaron.

En la iglesia todavía se mantiene el aire frío, lo que no es igual a fresco. Está frío y huele a muerte; por eso no me gustan las iglesias. Sé que Aaron debe estar por ahí, pero no me atrevo a buscarlo por miedo a ver a tía Magdalena. Y mi cabello está húmedo porque salimos tarde, no sería bueno que me viera, de todas formas.

El padre nos da su típico sermón de todas las misas, nombra a todos los fallecidos y hace un par de cosas a las que no presto atención. Al final nos levantamos y damos la paz, como buenos católicos. Al salir de la iglesia mis zapatos de tacón se encuentran con los charcos de las veredas y me quedo quieta, intentando averiguar cómo cruzar sin mojarme. Debió de empezar a llover durante la segunda mitad de la misa, cuando comencé a disociar.

Mi reacción ante las calles mojadas es tan impasible que me despierta como unos dedos chasqueándose entre sí frente a mis ojos. Ahora que me paro a pensarlo, noto que no siento nada. Ni por la lluvia ni por la misa, ni por la muerte ni por mi vida. Entonces me quedo en silencio y espero a que salgan los demás, preguntándome cómo se supone que finja una sonrisa ahora.

—Espera.

Alguien cubre mis hombros con una chaqueta. Ahora también sé que tenía frío porque mis brazos agradecen el calor de la prenda. Aaron me observa como si yo fuera a un cachorro que no puede recoger de la calle.

—Hola. —La sonrisa, sorprendentemente, crece en mí sin tener que intentarlo, así que de nuevo estaba equivocada. Aaron me acaba de dar su chaqueta y nada más importa en el mundo.

Mete las manos en sus bolsillos y me extraña que no me esté provocando. Me recuerda al Aaron de hace años, tan serio y frío. Pero su chaqueta está cálida, suave y huele a él, entonces me aferro a eso.

—¡Ahí están! Hijita, le dije a Aaron que te prestara su chaqueta. Debes estar congelándote. Este clima... y se supone que es verano. —Doña Agatha soba mis brazos de arriba abajo—. ¿Cómo están ustedes dos? ¿Ya se amistaron de nuevo?

—Estamos bien —aclaro, mas me extraña, ya que no estábamos peleados, no particularmente.

Mirar a Aaron por aprobación es incómodo porque no me mira de regreso. ¿Estábamos peleados? Si me trata así, no sé qué pensar.

—Para la próxima no se estén besando frente a la vieja de mi hija, pues. A ella todavía le da un infarto, pero no sé por qué si yo toda la la vida le he dicho que ustedes...

—Sí, no se preocupe —digo sonrojada—. No va a volver a pasar.

Aaron actúa como si él no fuera parte de la conversación. Su abuela, vestida de gris y negro, busca sus ojos y lo obliga a ver su reprobación. La única vez que la señora Agatha me miró así, tenía ocho años y había roto su juego de té (me perdonó a mí, pero castigó a las gemelas), procuré desde entonces no volver a provocar esa mirada.

—Bueno, hijita —dice y se dirige hacia mí de nuevo con dulzura—, ya me tengo que ir a recibir a los invitados. La cena todavía es en una hora, pero falta poner la mesa, limpiar los individuales, ya sabes. Dile a tu mamá que no se demore para que me ayude, ¿si? —Se va mientras murmura cosas para sí misma. El chal cayéndose de sus hombros.

Intento arreglar mi cabello, ahora un más seco y manejable, y me volteo completamente hacia Aaron.

—¿Cómo estás?

Se encoge de hombros.

—Espero que tu mamá no esté muy enojada... —intento, balanceándome sobre mis pies—. Yo... lo lamento, no pude defenderte, es mi culpa.

—Es mi culpa. No debí besarte. Yo te obligué.

Me quedo en silencio unos segundos. Intento buscar las palabras adecuadas.

—Pero...

—Quédate con la chaqueta si quieres —dice, alejándose.

—No quiero tu chaqueta, Aaron. Quiero que me expliques qué pasó para que me trates así. —Comienzo a quitármela, pero él se acerca y la vuelve a poner sobre mis hombros.

—Quédate con la chaqueta, Sara, hace frío.

—¿Por qué no me contestas? —comienzo a sonar desesperada y no me importa.

—¿Y qué quieres escuchar?

—La verdad.

—La verdad —repite—. La verdad es que yo me voy a ir en unas semanas. Debemos tratarnos como familia, como era antes. Es mejor.

—Pero tú me dijiste que yo... tú dijiste... —Que me veía hermosa, que le gustaba tanto, que solo podía bailar con él, que diga que sí. Yo dije que sí.

Algo se derrite en él. —No puedo, Sara. Perdóname, por favor.

—¿Me mentiste?

—No.

Lo alejo de mí y me quito su chaqueta. —Entonces no quiero tu chaqueta, prefiero tener frío —murmuro con un nudo en la garganta. Mis manos se mueven por sí solas y empujan la prenda sobre su pecho. Es eso o tirarlo al suelo mojado—. Si solo tienes esas agallas estando ebrio es porque eres un cobarde.

—Sara...

—Vete al demonio, Aaron.

El charco en el suelo se vuelve un ruido imperceptible cuando cruzo la calle y mojo mis zapatos de tacón. Ni siquiera espero por mi madre y mi hermana. Ni siquiera sé a dónde voy. No debí venir, debí seguir mis instintos que, como ahora, me rogaban buscar un refugio que no tengo desde hace días.

Cuando el refugio me encuentra por fin detrás del árbol frente a mi casa, tratando de contener las lágrimas, me acuna en sus brazos maternales y murmura como un arrullo:

—Llora, hija, que hoy sí tienes un porqué.

Pero no lloro, solo respiro su perfume. No seré esa chica.

Fantasía en DelirioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora