41. Síndrome de Estocolmo

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 –Veo que aquí en público no quieres dialogar –tiró fuertemente de Sherry haciendo que ésta se levantara gesticulando de dolor –, veamos si en privado es más fácil que razones.

Gin sacó de su gabardina una tarjeta plateada para acceder al ascensor privado del hotel, solo las mejores suites se lo podían permitir. Empujó a la joven científica a su interior, sintiendo como el sonido de aquella aglomeración cesaba al cerrarse las pesadas puertas de metal tras de ellos.

Ella no le miraba, con el cuerpo apoyado lateralmente se ocultaba como podía. Estaba asustada, muy asustada de enfrentarse sola a aquel malvado asesino que ahora mostraba calma mientras pulsaba el botón que les llevaría a su habitación.

Con la mano ilesa tapó sus ojos para evitar llorar, el fuerte dolor que emanaba de su otra muñeca le impedía mantener la calma. Temblaba como una más de sus víctimas antes de morir bajo sus manos. Emitió un leve grito de sorpresa al sentir como Gin le cogía la zona afectada, examinándola.

–Solo te la he dislocado, no es propio de ti llorar como una cría.

–¿P-por qué me tratas así?

El hombre de negro alzó la mano de Sherry para sorprenderla con un imprevisto crujido, lentamente y sin dificultad se la estaba rompiendo. La chica soltó un gran grito de dolor que nadie escucharía.

–¿Así gritabas para él? –la cogió bruscamente del cuello para meterla en la habitación, su guante negro de cuero se mojaba con el contacto de las lágrimas de la chica. Dio un fuerte portazo haciendo que Sherry se estremeciera ante la brutal violencia de Gin.

–Gin... yo no...

No le permitió responder, no la quería escuchar. Con furia la lanzó sobre la cama para colocarse encima de su temblorosa espalda, aplastándola con su peso y lamiendo la nuca de la chica.

–¿No tenías suficiente con uno?

–Gin...

–Maldita zorra, por eso no querías mi supervisión –susurraba con frialdad en la oreja de Sherry, dominante, empujando gradualmente el rostro de ésta contra la almohada –, para tirarte a media Organización.

Sherry tenía la vista completamente anulada pero podía escuchar, para horror de ella, como Gin se desabrochaba el cinturón para quitarse la gabardina. El seco golpe de la prenda, junto con otras, contra el suelo confirmó sus peores temores.

–Te voy a recordar de quien eres, la letra con sangre entra –su voz mezclaba excitación con crueldad, solo se dejó la ropa interior puesta –, aunque no puedas levantarte durante semanas.

–¡Por favor no lo hagas!

–¡¡Cállate!!

–¡¡Gin por favor!! –suplicó al notar cómo le quitaba el vestido –. ¡¡Idiota, yo te quiero!!

Esas tres palabras pararon el tiempo. Sherry temblaba con pánico, enterrando sus manos debajo de la almohada para poder llorar con más fuerza con el rostro aún oculto. Los fuertes sollozos de terror y dolor ocultaban intermitentemente el sonido de la lluvia del exterior. No se escuchaba nada más, solo sufrimiento...

Gin se sentó en uno de los lados libres de la cama, colocando su mano sobre la espalda de ella sin pronunciar ni una sola palabra. Estaba calmado y, por una milésima de segundo, un pequeño brillo apareció en sus ojos, mostrando algo de humanidad.

–Sherry, dame tu muñeca –ofreció su mano, sabía que lo había escuchando por encima de sus fuertes lamentos. Sonrió levemente al ver como ella respondía a su orden y de un pequeño gesto colocó sus finos huesos dislocados en su sitio –. Si no me quieres dar tu supervisión lo aceptaré, pero al menos cúmpleme la segunda condición.

Los días en la Organización: El error de SherryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora