Capítulo 24

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―No, no estoy diciendo que tenés que convertirte en el empleado doméstico de la casa, pero sí que ordenes tus cosas porque no estás viviendo solo ―Agustín escapa caminando ligero hacia la cocina y lo seguís con un dedo apuntándolo porque la discusión empezó hace rato. Tu mamá bate despacio una salsa blanca que calcula con el tiempo del reloj para volcar en los ravioles.

―Mis cosas, mi bardo. Ya lo hablamos ―él agarra el tarro de tostaditas y lo abraza para destaparlo.

―Pero cuando tus cosas están sobre las mías entonces deja de ser tu bardo ―y el dedo que tenías suspendido en el aire y con el que lo apuntabas, ahora se lo clavas en la frente empujándole la cabeza hacia atrás―. No puede ser que discutamos siempre por lo mismo, boludo. Dejame de joder, tenés treinta años.

―Treinta y uno ―remarca mientras mastica y escupe.

―Peor. Mamá, decile algo.

―¿Cómo qué? ―Mercedes no pierde de vista su salsa.

―Como que es un pelotudo.

―Yo ya me di por vencida hace mucho tiempo, mi amor. Hay cosas que ya no discuto ―dice, totalmente entregada al sistema de la maternidad―. Si quiere ser un ciruja, que lo sea ―y Agustín se señala la oreja insinuándote a que la escuches.

―¡Pero acaba de tirar todas sus zapatillas en mi cuarto! ―ya te sacás para el carajo. Es como si volver a la casa de mamá y papá también significara que vuelva aquella adolescente que día por medio peleaba con su hermano a puños cerrados.

―Tenía que hacer lugar ―explica él y se acerca a la olla de salsa con una tostadita para empaparla―. Y no lo hubiese hecho si tan solo mis padres no hubieran convertido mi habitación en un vestidor.

―Es nuestra manera de decirles que no sufrimos el nido vacío ―responde Mercedes y golpea la mano de Agustín con la cuchara de madera. Él se sobresalta tanto ante el dolor que sacude el brazo y con la palma golpea la ollita casi haciéndola volcar. Y digo casi porque los reflejos de Mercedes lograron atajarla―. ¡Ay, Agus! ¿Sos tarado?

―¡Me quemaste, mamá! ―grita exagerado y abre la canilla para meter la mano bajo el agua fría.

―La próxima fijate donde metes la mano ―le dice y vuelve a concentrarse en el batir. Agustín voltea apenas la cabeza para mirarte y solo le sonreís con el poder divino de la venganza―. ¿Ya acomodaron los colchones?

―Sí. Yo igual voy a dormir en el living así le dejo la habitación a Cande y Roma ―decís. Del freezer sacas una plancha de hielo y se la pasas a tu hermano.

―¿Y saben cuándo les va a volver el agua? ―negás―. ¿Pero es un problema de la central, de la manzana o de ustedes?

―No sé.

―¿No se fijaron, chicos? ―Mercedes está alarmada más que nada porque siente que crió a tres inútiles.

―No sé, mamá, no entendemos. Encima Agustín tampoco quiso fijarse y dictaminó rápido venir para acá.

―¿Tengo cara de plomero, también? ―se queja todavía con la mano bajo el agua.

―Che, terminó mi turno de abuelo ―Oscar entra a la cocina con Roma llorando―. Muy linda la nena, pero estoy sordo ―y te la pasa en brazos―. ¿Qué te pasó? ¿Te quemaste?

―Sí. ¿Tenés esa cremita para quemaduras que nos ponías de chicos?

―Hacete hombre, Agus ―Oscar le palmea la espalda y te reís mientras mecés a Roma intentando calmarle el llanto―. ¿Pongo la mesa, vida?

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