Capítulo 07

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—Permiso, permiso... permiso —repetís incesantemente obligando a los espectadores que llegaron a horario a que tengan que correr las piernas o levantarse para que puedas pasar—. Permiso, señor —levantas un poco la voz y te mira mal. Más que nada porque tiene que agacharse a correr la mochila y la botella de agua—. Perdón. Gracias. Permiso... —y así hasta llegar al centro de la fila porque son los asientos que les consiguieron—. Ey... —y tocás el hombro de tu papá que está muy entretenido leyendo el folletín con los actos de la obra—. Papá, correte.

—¿Querés saltar por encima también? —reprocha cuando cruzas una pierna por encima de las suyas que estás estiradas y cruzadas, con los pies trabados en el asiento de la fila delantera.

—Te llamé seis veces —mamá se queja cuando la saludas con un beso. En realidad, tropezás y caes sobre ella, así que aprovechas a besarla—. ¿Dónde estabas metida?

—Me agregaron laburo en la oficina y tuve que quedarme un rato más.

—¿Y no podías delegarlo?

—Ya llegué. ¿Okey? —no tenés ganas de discutir y el tío Damián te sostiene de la mano para seguir avanzando—. Olvidé avisarles para que no me esperen —decís cuando caes en el asiento vacío reservado entre Agustín y Candela.

—Nos dimos cuenta después de la hora —murmura ella acariciándose la panza—. Te aviso que estoy con muchos gases.

—Por eso me corrí de asiento —explica él y levanta un tarro que hace emerger del suelo—. ¿Pochoclo?

—No, gracias. ¿Me puedo sentar ahí al lado tuyo? —le preguntas cuando descubrís que el asiento vecino está desocupado.

—Tampoco la pavada. Son pedos —Candela defiende sus flatulencias y estira medio cuerpo para robar un puñado de pochoclos.

—¡Che! Son grandes, eh —mamá nunca se va a cansar de ponerlos en vereda. Más que nada porque la vergüenza después la pasa ella.

—Que nos hayamos criado juntos no significa que tengamos que olernos todo —dice Agustín—. Y este asiento lo está ocupando Camila.

—¿Vino Camila? —enarcas una ceja y torces un poco la boca. Candela asiente despacio y revolea los ojos. Como hermanas deberían disimular más la carencia de afecto, pero eso hacemos los hermanos: no disimular—. ¿Eugenia la invitó?

—No, pero como no pudo venir el abuelo, necesitaba cubrir el puesto.

—Que se siente acá y ella aguante los pedos.

—No, che, que voy a estar obligado a sacarle tema de charla —el tío Damián se queja como un niño más.

—¿A dónde está?

—Salió a fumar un pucho. Qué raro que no la viste cuando entraste.

—¿Y por qué a mí sí me recriminan la llegada tarde y a ella no le dicen nada? —cruzás los brazos buscando una igualdad.

—Porque nos cae mal —y papá responde sin filtro, casi como si no hubiese tenido tiempo de pensarlo. Mamá le da un codazo y ustedes se ríen fuerte hasta que las luces del anfiteatro se apagan y familiares de otros actores los callan con chistidos.

Además de estar cumpliendo ocho años como estudiante en la universidad pública de artes dramáticas, Eugenia también estudia teatro en otra escuela. Fue variando en profesoras y maestras porque no le gustaba el método o prefería otro, así que en los últimos cinco años fue a cinco escuelas distintas. Cada vez que arranca enero, todos saben que van a verla quejarse de las matrículas o el valor de las cuotas de las instituciones privadas que investiga. Y no es que no le alcance con estudiar lo teórico y lo práctico en la universidad porque, si vamos al caso, muchos actores y actrices que conocemos del mundo televisivo fueron egresados de esa misma facultad. Pero también complementaban con otras escuelas, con profesores que también eran actores, y ella quería hacer lo mismo. Quizás porque sueña con ser como ellos. Así que ésta es la escuela número cinco, pero es la primera obra que prepararon para el público. El público que es la familia y quizás algún aburrido que pasó por la avenida, leyó que es a la gorra y entró porque es lo mismo que le dijeran que es gratis.

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