Capítulo 19

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Son las doce menos cuarto de un viernes al que le falta poco para finalizar y un mensaje del tío Damián llega al grupo de whatsapp. Estás acompañada de tus hermanos y prima viendo una película en la cocina y lo leen al mismo tiempo. «Vengan ya a éste lugar que les mando la ubicación», seguido de un «Mecha, pasá a buscar a los chicos. Es urgente, pero no es grave». De todas formas, se asustan. ¿Qué clase de persona manda un mensaje así a medianoche? En lo primero que piensan es en que sufrió un ataque cardíaco, que lo asaltaron o que le entraron al restaurante y lo hirieron de bala. Pero mientras intentas comunicarte con él, con nula capacidad de señal, Agustín busca la dirección que les mandó y lee que se trata de un club secreto. Así que ahora dejan de pensar en que está internado en un hospital para pensar en que lo tienen secuestrado y están pidiendo su rescate.

―Okey. Yo acá no entro ―determina Agustín.

La música se escucha desde la calle. Luces de neón. Ruidos. Gritos agudos. Aplausos. Hombres y mujeres que superponen los géneros en su ropa y entran al lugar en grupos grandes de amigos con los brazos en alto prometiendo divertirse lo que reste de la noche.

―¿Por qué? ¿Vas a perder la virilidad? ―le cuestionás y tomás la delantera.

Cruzás una puerta y después una cortina. El último en entrar es tu hermano que choca con el cuerpo de tu madre que al mismo tiempo te empuja a vos porque tu cuerpo queda atónito ante semejante despliegue de luces, colores y brillantina. Eugenia se amarra de tu brazo cuando une la quiere invitar a bailar y Candela, acodada al cochecito de Roma, no termina de preguntar por qué el tío los citó ahí que Damián aparece con una corbata amarilla atada a la cabeza y un chaleco de brillos. Los saluda con una mano y después tironea de Mercedes. Ustedes los siguen cuales patitos en fila hasta que llegan a una mesa cercana al escenario.

―Antes de todo me gustaría preguntar ¿qué hacés acá?

―Antes de todo me gustaría preguntar ¿por qué trajiste a tu hija acá? ―retruca y corre una silla para que se acomode.

―El padre no estaba disponible ―responde con sarcasmo―. Igual se ve que le gusta porque todavía no se despertó ―y le acomoda la mantita que le cubre hasta el cuello. Usa un peluche para taparle el oído más expuesto.

―¿Podés hablar? ―tu mamá se queja―. Salí de casa corriendo a buscar a los chicos pensando en que estabas internado con una bala en el pecho, pero llego y un poco más estás subido a un caño.

―Les iba a mandar la foto, pero quería que lo vean con sus propios ojos.

―¿De qué hablas? ―preguntás.

El tío Damián levanta una mano para frenar las preguntas y los obliga a esperar. La verdad que no es la manera en la que te gustaría terminar un viernes a la noche porque en tu mente habías planeado comer los pochoclos que hiciste para ver la película y después irte a acostar abrazada a la bolsa de agua caliente. La música empieza a disminuir, Candela agradece por la salud auditiva de su hija, el salón se oscurece y la luz se enfoca en el escenario. En una esquina hay un piano y un señor vestido llamativamente de mujer, con peluca despampanante, un vestido exageradamente largo hasta los pies y zapatos que solo se ven los tacos porque los cubre la tela. Camina a lo largo del escenario generando aplausos masivos y se acomoda frente al piano. Después una mujer se ubica frente a un micrófono y espera a tener el pie musical para empezar a cantar. En ese instante, Damián los mira para saber si lo descubrieron. Tiene que cabecear hacia el piano para que alguno lo percate y recién ahí, cuando ajustas la vista y notás la manera de cruzar las piernas por debajo del banco, la postura al sentarse, el movimiento de hombros al empezar a tocar, las uñas pintadas y el perfil familiar, te das cuenta.

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