18. Ataque

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18. Ataque

Lía Messina

Dav se enamoró de un vestido rojo de tirantes precioso y ya se lo encargaron a ajustar. Que suerte tuvo de encontrar un vestido que le gustara tan rápido, a mí mamá me tuvo dos semanas de tienda en tienda para encontrar el perfecto, según ella.

—Lía, angelito, la mesa siete, por favor —pidió papá, mientras pasaba con una pila de platos en una bandeja.

Asentí y terminé de lavar el vaso antes de irme casi corriendo a esa mesa. Forno di Pedra estaba lleno esta tarde y estas jornadas siempre resultaban agotadoras.

—Buenos días, ¿saben ya que van a comer? —pregunté con una sonrisa educada.

Eran dos hombres fuertes y, aunque no los reconocí, estaba segura de que eran de la mafia. Su porte los delataba. Intenté fijarme en el tatuaje, pero mantenían chaquetas de traje cubriendo sus antebrazos.

—Dos platos de lasaña —pidió uno de ellos. Me quedé un par de segundos analizando su mal acento italiano mientras apuntaba su orden. Podrían ser dos de los nuevos.

—Por supuesto. ¿Y para beber?

—Dos cervezas —volvió a responder el mismo hombre.

Miré fijamente al segundo. ¿Por qué no hablaba?

Bien, quizá comenzaba a ser paranoica, pero soy una persona curiosa. No puedo evitarlo.

—Perfecto, ¿algo más?

—No, señorita, gracias.

Sonreí, aunque mi cuerpo se tensó inmediatamente, y me marché para darle el pedido a la cocinera.

Me habían llamado «señorita». Todo el mundo dentro de la mafia italiana sabía quién era yo. La dulce Lía se había casado con el Antonegra, fue noticia nacional.

Abrí las cervezas que me pidieron y las llevé. Fingiendo ser tonta y patosa, di un tropiezo y derramé cerveza sobre la chaqueta del hombre que hablaba. Él maldijo por lo bajo en un idioma que entendí a la perfección por las clases que tomé en secundaria.

Español.

Me tensé aún más, pero fingí estar completamente arrepentida e incluso le agregué un poco de coqueteo para que, si era de El Cartel, la mafia mexicana, no me matara a tiros.

—Oh, lo siento muchísimo, de verdad. Que torpe soy —me disculpé y llevé mis manos al botón del traje—. Permítame.

Sentí a su compañero mirarnos, pero yo solo me centré en él mientras desabotonaba la chaqueta y se la quitaba. Mis manos se paralizaron en cuando la camisa entre abierta me permitió ver las dos hojas de romero tatuadas en sus clavículas.

Temblé. Jodida mierda.

¿Qué demonios hacían dos miembros de El Cartel en Milán? Podría ser un simple viaje, por supuesto, pero en la mafia las cosas no funcionan así. Además, ¿por qué iban a venir precisamente a este restaurante?

—Lo siento mucho, de verdad.

—Tranquila, no importa —aseguró, apartando mis manos de su cuerpo.

Les dediqué una sonrisa y me alejé. Busqué a George con la mirada y, cuando enfocó sus ojos en los míos, le hice un gesto de que me siguiera. Caminé hasta la cocina, con mi guardaespaldas detrás.

—¿Qué pasa? —inquirió una vez estuvimos dentro.

—¿Viste a esos dos hombres con los que hablé? —asintió— Creo que son de El Cartel.

—Imposible —exhaló, mirando por la ventana de la puerta de la cocina. Lo imité, viendo como el hombre se abrochaba la camisa para tapar el tatuaje y ambos hablaban alterados. Eso no era buena señal—. Vámonos de aquí.

Abrió la puerta de la cocina, dejándome pasar e indicándome con la cabeza la puerta principal, que era la más cercana. Busqué a mi padre con la mirada, viéndolo hablar con una clienta habitual. Estuve a punto de ir a buscarlo para informarle, pero un disparo resonó por todo el lugar.

—¡Mierda! —George me empujó de nuevo a la cocina, sacando su arma— Quédate aquí. Escóndete en un armario o algo, Lía. Ahora.

Asentí, no iba a arriesgar mi vida por discutir. Me metí en uno de los armarios grandes con prisa. De reojo, vi a Jo-Jo indicarle a la cocinera que se escondiera en el almacén antes de correr al exterior con el arma en alto y descargada.

Apoyé mi cabeza en la madera, respirando hondo y mirando por las rejillas. La cocina estaba vacía, pero fuera todo era una lluvia de balas y gritos. Mis manos temblaron cuando agarré mi teléfono, no tenía mucho tiempo.

Busqué el contacto de Adonis, pero me detuve antes de marcar. Necesitaban avisar a Ricci y a los soldados, Adonis no lo haría sino que vendría hasta aquí. Entonces, busqué el número del Capo que mi marido me dio por si había alguna emergencia y él no estaba.

Llevé el teléfono a mi oreja, el temblor de mis extremidades era demasiado fuerte. Por suerte, Massimo no tardó más de dos tonos en responder.

—¿Lía? —su voz sonó confundida.

—Están aquí dos hombres de El Cartel, no puedo asegurarte de cuántos más haya. Ten cuidado y avisa a los soldados —escuché la puerta de la cocina abrirse, así que colgué rápidamente y puse el teléfono en silencio.

Vi al hombre de antes entrar junto a su compañero. Por el ruido de balas de fuera, supe que no estaban solos. Pero lo que me congeló no fue verlos entrar, sino que arrastraban a mi padre por el suelo para traerlo aquí. No parecía estar herido, más allá que un par de golpes y rozaduras de balas, pero tenía un mal presentimiento.

Me llevé las dos manos a la boca para evitar sollozar de terror.

—¿Piensas hablar, Parisi? —escupió el que hablaba italiano.

—No sé nada de lo que estás preguntando.

—¿Pretendes que te crea? —se burló— Fuiste uno de los hombres más cercanos a Alfonso Ricci. Y, después, uno de los mejores en el equipo de Massimo. ¡Empieza a hablar, pinche huevón!

—¡No lo sé!

Vi a el hombre descargar el arma y apuntar en la cabeza a mi padre. Apreté más fuerte mi boca, con las lágrimas cayendo como cascadas y los sollozos ahogándose en mi garganta.

—Última vez que lo pregunto, Parisi —exigió—. ¿Dónde está la bastarda?

¿Qué?

—No lo sé, Alfonso ocultó muy bien a su hija.

¿El anterior Capo tuvo una hija? Dijo «bastarda», así que probablemente fue fuera del matrimonio. ¿Los hermanos Ricci sabían esto?

—Entonces no me sirves una verga, cabrón —escupió con rabia, antes de dispara.

Ahogué el grito, viendo como la cabeza de mi padre literalmente explotaba y su sangre y cerebro volaron por toda la cocina.

Las lágrimas eran tantas que no podía ver, pero entre mi visión empañada logré divisar como salían de la cocina y, poco después, dejaban de escucharse los disparos.

Caí de rodillas, sollozando.

Habían matado a mi padre. El hombre que me arropaba por las noches, me daba besos en la frente y aseguraba que mataría a todos los monstruos... Ya no estaba.

Sollocé, permitiéndome llorar aún encerrada en ese armario.

Iba a matarlos.

Nota de la Autora:

¿Perdón?

Os he dejado el tatuaje de El Cartel en multimedia porque siento que no se ha entendido bien con mi explicación.

¿Qué creéis que pasará ahora?

¡Os leo!

Paura (Mafia Italiana #2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora