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NOSOTROS no éramos como las otras personas que esperaban los acordes de la marcha que indicaba el inicio de la función para entrar a la sala en manada. A nosotros nos gustaba llegar temprano y esperar la película adentro.
A mí, la nave del cine en penumbras me causaba fascinación; me parecía una especie de caverna misteriosa, secreta, siempre inexplorada. Al atravesar las pesadas cortinas de terciopelo me daba la ilusión de pasar del crudo mundo real a un maravilloso mundo mágico.
Nos sentábamos en primera fila, casi pegado a ese enorme telón blanco que yo veía como el altar mayor de una iglesia. La culminación de todo ese ritual lo constituía el instante maravilloso cuando se apagaban las luces, se cerraban las cortinas, se callaba la música y la pantalla se llenaba de vida y movimiento.
Yo quedaba como suspendida en el aire.
Ese era el clímax del extraño sortilegio que sobre mí ejercía el cine. Sobre mí y sobre mi madre. Ahora lo sé. La diferencia entre nosotras y mi padre con mis hermanos, era que a ellos el cine sólo les gustaba; a nosotras nos volvía locas.
Al apagarse las luces todos se enderezaban y ponían tiesos frente al telón. Yo no. Yo giraba la cabeza para ver aparecer el rayo de luz que salía por las ventanillas de la sala de proyección y recorría el espacio sobre nosotros hasta chocar con la pantalla y estallar en imágenes y sonidos.
Y muchas veces, cuando la película no era todo lo entretenida que yo hubiese querido (mucha conversa y poca acción), dejaba de mirarla para contemplar embelesada ese mágico haz de polvillo luminoso. Me parecía un prodigio que aquel chorro de luz pudiera transportar cosas tan impresionantes como trenes perseguidos por indios a caballo, buques de piratas en mares tormentosos y dragones verdes exhalando fuego por sus siete cabezas..
Yo entonces pensaba que por ahí fluía también la voz, el estampido de los disparos, las canciones tan bonitas de los mariachis de las películas mexicanas. Luego, aprendí que no. Como aprendí muchas otras cosas, algunas más bien de corte técnico, por ejemplo que eran 24 cuadros por segundo —o fotogramas — los que pasaban ante los ojos de los espectadores para hacer la ilusión de movimiento. No sabía de qué me iba a servir esa clase de datos, pero yo quería saberlo todo sobre el cine. Esto ocurrió cuando me dio por leer las revistas Ecran que descubrí en la biblioteca de la Oficina.
Las leía como desaforada.
Pero no me quiero adelantar, porque eso fue después de que me convirtiera en contadora de películas.

La contadora de peliculas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora