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AQUELLA narración, sin embargo, no bastó para hacerme con el título. Mi padre declaró empate: mi hermano Mirto y yo habíamos sido los mejores. Y como era un demócrata convencido, dijo que eso se resolvía mediante las urnas. Y con votación secreta.
Mirto sería el candidato número 1.
Yo sería la candidata número 2.
Se cortaron cuatro papelitos iguales y se repartieron entre los votantes (los candidatos no tenían derecho a voto). Cada uno de ellos escribió el número de su candidato y luego lo depositó en un cambucho de papel.
Después vino el conteo.
Dos votos para mi hermano y dos para mí (yo intuí que mi padre y
Marcelino habían votado por mí). Para desempatar, mi padre decidió hacer lo más justo y razonable: la próxima película la iríamos a ver los dos juntos. El que luego la contara mejor ganaría.
La que nos tocó ver fue una mexicana con hartas canciones; se llamaba Guitarras de medianoche, y trabajaban nada menos que Miguel Aceves Mejía y Lola Beltrán, dos de las voces que más sonaban en las cantinas de la pampa. Mi hermano la contó primero y lo hizo con la misma gracia de siempre. Sobre todo imitando el acento amexicanado.
Sin embargo, yo, que también dominaba el tonito del habla mexicana (tantas películas rancheras había visto en mi corta vida), además de contar la película con
descripciones de paisajes y todo, de pronto me largué a cantar las canciones interpretadas en la película (de tanto oírlas por los parlantes de las cantinas me las sabía todas). A ellos, que nunca me habían oído cantar, les extrañó que lo hiciera. Y que lo hiciera tan bien.
Incluso para mí fue una sorpresa.
Mi padre quedó deslumbrado. Especialmente cuando canté No soy monedita de oro, una de sus canciones preferidas. Ahí el demócrata se olvidó de sufragios y plebiscitos y me dio por ganadora absoluta.
«¡He dicho!», rugió cuando
Mirto quiso insinuar una protesta.

La contadora de peliculas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora