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MI talento, sin embargo, no se sustentaba sólo en la loca imaginación de la que era dueña. Ni en mi buena memoria. Ni en las florituras aprendidas de mi madre y de los roncos narradores de los radioteatros (en vez de decir: «Entonces la besó en la boca», yo me regodeaba un poquito más:
«Entonces apagó el cigarrillo, la miró a los ojos, la rodeó con sus brazos fornidos y posó sus labios en los de ella»). Nada de eso importaba tanto como la concentración.
Lo principal era la concentración.
Yo tenía un poder de concentración a prueba de todo. A prueba de la gente que iba al cine a conversar. A prueba de los gritos de los más pequeños. A prueba de los chirlitos en la cabeza que repartían desde atrás los barrabases más grandes. Pero, sobre todo, a prueba de esos niños licenciosos y un tanto mayores que iban al cine no a ver la película, sino a atracarle el bote a las niñas.
Para ellos era como un deporte. Si una no se dejaba nos trataban de «cabras chicas» y se iban donde otra. Se sentaban junto a la que estuviera sola y de a poco le tomaban la mano. Luego, trataban de abrazarla. De besarla. Alentados por las niñas más resueltas, o más medrosas, algunos llegaban a la osadía de estrujarles los senos. O de meterles las manos entre las piernas. (Una vez un barrabás de los más grandes — decían que por una apuesta— le sacó los calzones rosados a una niña, los hizo girar triunfalmente por sobre las cabezas y los lanzó al aire, y como la película estaba aburridísima, los espectadores, con gran alborozo, comenzaron a lanzárselo unos a otros).
Yo no me dejaba.
Aunque dijeran que me hacía la mosquita muerta. Me importaba un comino. Verdad era que a mis cortos años ya había jugado juegos de papá y mamá con los amigos de mis hermanos. Pero al cine yo iba a ver la película.
Por ningún motivo podía desconcentrarme.

La contadora de peliculas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora