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CUANDO a mi papá se le
ocurrió la idea del concurso, yo tenía
diez años y estaba en tercero de
preparatoria. Su idea consistió en
mandarnos al cine de a uno y luego
hacernos contar la película. El que la
contara mejor iría cada vez que
dieran una buena. O una mexicana.
La mexicana podía ser buena o mala,
eso a mi padre no le importaba. Y
además, claro, que hubiera plata para la entrada.
Los demás se conformarían con
oírla contar después en casa.
A todos nos gustó la idea; todos
nos sentíamos capaces de ganar. No
en vano, igual que los demás niños
del campamento, cada vez que
íbamos al cine salíamos imitando a
los «jovencitos» de la película en sus
mejores escenas. Mis hermanos
imitaban a la perfección el caminar
arqueado y la mirada oblicua de John
Wayne, el rictus despectivo de
Humphrey Bogart y las musarañas
increíbles de Jerry Lewis. Yo los mataba de la risa al tratar de batir las
pestañas a lo Marilyn Monroe, o de
imitar los mohines de niña inocente
—voluptuosamente inocente— de
Brigitte Bardot.

La contadora de peliculas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora