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DESPUÉS, ya se sabe, vino el cierre de la Oficina. Se fue toda la gente.
Se iban llorando.
Yo me quedé. Me quedé sola. No tenía adonde irme ni con quién irme.
De mí hermano Mirto, que se escapó con la viuda, nunca más supe.
Lo mismo que de Manuel, el futbolista; jamás se le oyó nombrar en algunos de los clubes de la capital. Alguien me dijo una vez que lo vieron borracho en un burdel de Valparaíso.
Y Mariano aún está en la cárcel.
Cuando estaba por cumplir la condena por la muerte del prestamista, tuvo un altercado con otro reo y lo mató. El quedó herido. Lo condenaron a otros tantos años. Sólo un par de veces pude ir a visitarlo.
Me pidió que no fuera más.
Que le hacía mal.
A mí también me hacía mal. En
sus gestos veía el gesto de los malos de las películas (hablaba escupiendo por el colmillo). Además, después de matar al prestamista había dejado de tartamudear. Y eso a mí me causaba una especie de pavor inexplicable.
Mi última visita fue cuando le llevé la noticia de la muerte de nuestra madre.
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CREO que soy la única mujer que vive sola en un pueblo fantasma. Aquí las oficio de guía. Ofrezco folletos que hablan sobre la historia del salitre, ofrezco fotos antiguas, revistas Ecran, muñecas de trapo, camioncitos de lata, cosas que encuentro en mis recorridos por las casas abandonadas.
Alguna gente que viene a ver los restos de esta salitrera me pregunta, atónita, que cómo pudimos vivir en estos peladeros.
El paisaje se les antoja poco menos que una provincia del infierno.
Yo les respondo orgullosa que para nosotros era el Paraíso. Les cuento la vida que llevábamos en el campamento. Aquí nadie se moría de hambre. Nos ayudábamos unos a otros. Por las noches podíamos dormir con la puerta abierta y no pasaba nada. Los visitantes me escuchan incrédulos. Algunos como con lástima. No faltan los que me tratan de nostálgica. De romántica.
De folletinesca.
Muchos me creen loca.
A mí no me importa. Al contrario, cuando estoy más inspirada los traigo a esta casa —o lo que queda de ella—, que es la casa donde viví toda la vida. Aquí les cuento la historia de la niña contadora de películas. Me escuchan asombrados. Sobre todo los jóvenes; en el mundo tecnológico de ahora, una contadora de películas se les hace increíble.
Al atardecer, cuando se retiran
en sus vehículos a sus ciudades, vuelvo a ser lo que soy: el fantasma de un pueblo abandonado.
¿O acaso una estatua de sal?
Me subo entonces a la torre de la iglesia a contemplar el horizonte.
Cada crepúsculo es como la panorámica final de una vieja película, una película en tecnicolor y cinemascope —el ruido del viento batiendo las calaminas es la banda sonora—. Una película repetida día tras día. A veces triste, a veces menos triste.
Pero su final siempre es el mismo:
Al fondo de ese gran telón atardecido veo alejarse a mi padre en su sillón de ruedas, veo alejarse a mis hermanos, uno a uno, a mi madre con sus pañuelos de seda al viento. Los veo irse como se fueron los habitantes de la Oficina, los veo disiparse en el horizonte como un espejismo, mientras la música se va apagando poco a poco y por sobre sus siluetas emerge, rotunda, fatal, la palabra que nadie en la vida quiere leer:4
4
AUNQUE ya saben el final de la historia, hay algo sobre mi madre que no he contado. Que me entristece contar.
Hoy, sin embargo, lo haré.
Piensen —como ocurría a veces en el cine de la Oficina— que el peliculero confundió los tambores y el medio de la película le quedó para el final.
Un día de invierno, por el tiempo en que yo era la amante
oficial del señor administrador, llegó un circo al campamento. Un circo pobre, con la carpa toda remendada. Entre los números venía una bailarina: Alguien vino a decirme que era mi madre. Yo no quise ir a verla. No por orgullo, ni por rabia, sino por lástima. Sentía lástima por ella, por sus sueños truncos (igual que los míos), por la pobre vida que llevaría en ese circo miserable. Ella entonces tendría unos treinta y seis años. Yo tenía dieciocho, trabajaba de empaquetadora en la pulpería y era la querida de un hombre que me llevaba casi cuarenta años.
Un hombre que nunca se casaría conmigo. Un hombre que, más encima, según murmuraba la gente, había sido también amante de mi madre.
En verdad éramos dos sueños tronchados.
Por eso aquella noche decidí encerrarme en casa y no ir a verla. No podía resistirlo. Después supe que hice bien, que además del poco público asistente, el espectáculo había sido patético.
La gente aplaudía por lástima.
Después de la función, mientras los payasos —que además oficiaban de porteros, malabaristas y magos— desarmaban la carpa, sentí un ruido de tacones acercándose por la acera y detenerse ante la puerta. Me puse a temblar. Después golpearon. Ya no me quedó ninguna duda. Era el mismo modo de golpear de mi madre. Me apoyé detrás de la puerta luchando contra los deseos de abrir.
Del otro lado se oía su respiración. «Hija, ábreme», decía entre sollozos.
Yo también lloraba. Eramos dos náufragas agarradas a la misma tabla. La casa, la calle, el campamento, dejaron de existir. Sólo estábamos ella y yo a cada lado de una puerta.
Sólo ella y yo como a cada lado del mundo.
Pasado un rato se cansó de llamar y oí el ruido de sus tacones alejándose. Mientras algo de mí quería correr tras ella, mi mano permanecía agarrotada al picaporte. Estuve tres días llorando sin descanso.
Después, cuando supe de su muerte, no derramé una sola lágrima.
Fue como si esa película ya la hubiera visto dos veces.
Este libro se terminó de
imprimir en el mes de enero de 2011, los talleres de Salesianos Impresores S.A.
Santiago de Chile.
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La contadora de peliculas
Teen FictionLibro completo La contadora de películas es una novela del escritor chileno Hernán Rivera Letelier, publicada por primera vez el año 2009 y traducida a varios idiomas. Está relatada en primera persona y habla sobre la historia del cine en el Norte...