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LA película duró tres horas.
Lloré más que Sara García, la anciana actriz del cine mexicano.
Nunca una película me había gustado tanto. Después supe que, aparte de ser larga, había sido la película más cara de la historia. Y que había ganado once premios Oscar. Además, Charlton Heston era uno de los actores que más me gustaba.
Llegué a casa con los ojos enrojecidos. Todos me esperaban expectantes. Me bebí la taza de té en silencio, pasé adelante y, sin que me tiritaran las piernas ni nada, comencé mi narración.
Entonces fue que algo se apoderó de mí.
Mientras contaba la película — gesticulando, braceando, cambiando la voz—me iba como desdoblando, transformando, cónvirtiéndome en cada uno de los personajes. Aquella tarde fui Ben-Hur, el jovencito. Fui Messala, el malo de la película. Fui las dos mujeres leprosas a las que Jesús sanó.
Fui el mismísimo Jesús.
Yo no estaba contando la película, la estaba actuando. Más aún: la estaba viviendo. Mi padre y mis hermanos me oían y miraban con la boca abierta.
«Esta niña es toda una artista», comentó mi padre cuando, agotada hasta la extenuación, terminé de contarla.
El y mis hermanos estaban como idos.
Y tenían los ojos enllantados.

La contadora de peliculas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora