32,33 y 34

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32

EL tiempo transcurrió lento y despacioso, como debe de
transcurrir, creo yo, en todos los desiertos del mundo. Yo estaba por cumplir trece años, usaba minifalda (recién inventada por Mary Queen) y seguía contando mis películas.
Cada vez tenía más público.
Había niños a los que sus padres les daban dinero para el cine y ellos preferían ir a mi casa, dar una donación mínima y gastarse el resto en embelecos. Y muchos adultos analfabetos, cuando la película «era con letras», optaban por oírla contada por mí antes que ir al cine y no entender nada. Y descubrí también que había gente que venía a oírme no porque no pudiera pagarse la entrada al cine, sino porque lo que realmente le gustaba era que le contaran las películas.
Algunos decían que yo era tan buena para caracterizar personajes, que, con sólo pestañear, podía pasar de la expresión de candor de Blancanieves a la fiereza del león de la Metro Goldwyn
Mayer. Y que oírme era como oír esos radioteatros que transmitían día a día desde la capital, pues, además de imitar voces y poner caras, sabía mantener en suspenso a la audiencia.
Por ese tiempo descubrí que a toda la gente le gusta que le cuenten historias. Quieren salirse por un momento de la realidad y vivir esos mundos de ficción de las películas, de los radioteatros, de las novelas. Incluso les gusta que les cuenten mentiras, si esas mentiras están bien contadas. De ahí el éxito de los estafadores hábiles en el habla.
Sin pensarlo siquiera, yo había llegado a convertirme para ellos en una hacedora de ilusiones. En una especie de hada, como decía la vecina. Mis narraciones de películas los sacaban de esa nada agria que era el desierto y, aunque fuera por un rato, los transportaba a mundos maravillosos, llenos de amores, sueños y aventuras. A diferencia de verlos proyectados en una pantalla de cine, en mis narraciones cada uno podía imaginar esos mundos a su antojo.
Alguna vez leí por ahí, o vi en una película, que cuando los judíos eran trasladados por los alemanes en esos cerrados vagones de ganado — con sólo una ranura en la parte alta para que les entrara un poco de aire —, mientras iban cruzando las campiñas olorosas a hierba húmeda, elegían al mejor narrador entre ellos y, haciéndolo trepar sobre sus hombros, lo subían hasta la ranura para que les fuera describiendo el paisaje y contándoles lo que veía al paso del tren.
Yo ahora soy una convencida de que entre ellos debió haber muchos que preferían imaginar esas maravillas contadas por su
compañero, a tener el privilegio de mirar ellos mismos por la ranura. 

33

MESES después murió mi padre.
Expiró una tarde en la casa, sentado en su sillón de ruedas, mientras yo contaba una película mexicana. Creo que fue justo en los instantes en que me oía interpretar Ella, el tema más hermoso de José Alfredo Jiménez.
Yo no podía saber que esa canción le traía el recuerdo de la traición de mi madre.

Me cansé de rogarle, me cansé de decirle que yo sin ella
de pena muero. Ya no quiso escucharme, si sus labios se abrieron
fue pa'decirme: «Ya no te quiero»

Se quedó ahí, bien sentadito en su sillón, con su manta boliviana cubriendo sus piernas inútiles; se quedó con los ojos abiertos, aferrado a su tazón de vino rojo. Sólo nos dimos cuenta de su muerte al final de mi narración, cuando no rompió en aplausos como era su costumbre.
El practicante de la Oficina habló de un infarto.
Además del dolor de quedarnos solos en el mundo, estaba el problema de la casa: mis hermanos y yo nos íbamos a quedar sin tener donde vivir. Después del accidente, la compañía le había dejado seguir usando la vivienda a mi padre sólo por su impecable hoja de vida laboral. En todos sus años de trabajo jamás se ausentó, ni siquiera por enfermedad. Trabajaba de lunes a domingo, incluyendo los días
festivos, sin excluir Navidad ni Año Nuevo, y hasta dos turnos seguidos si era necesario (esa era una de las cosas que le reprochaba mi madre). Pero ahora que él no estaba y no había ninguna persona mayor que respondiera por la familia, lo normal era que tuviéramos que entregar la casa. Por suerte, a Mariano, que le faltaban sólo algunos meses para cumplir los dieciocho años, le dieron un trabajo de mensajero. De ese modo la compañía nos dejó seguir habitando en ella.
Mucha gente dijo que había sido por lástima del señor administrador. Pero yo, con mis trece años ya cumplidos —con un cuerpo que representaba no menos de dieciséis —, me daba cuenta de que no había sido por lástima.
Lo supe por cómo el gringo no dejó de mirarme en el cementerio el día del funeral de mi padre.

34

DE modo que seguimos viviendo en la Oficina y ocupando la misma vivienda, asignada ahora a mi hermano mayor. Ese año yo salí de la escuela —con mi sexto año de preparatoria cumplido— y pasé a ser la dueña de casa. Además de hacer las camas y lavar los platos, tuve que aprender a cocinar y a lavar la ropa.
Por las tardes seguía contando películas.
Casi al cumplir los catorce, la misma edad en que mi madre tuvo a su primer hijo, me hice amante del señor administrador. Pero durante el tiempo transcurrido entre la muerte de mi padre y la llegada de mis catorce años, ocurrió una serie de sucesos en mi vida, un rosario de circunstancias nefastas que me fueron llevando irremediablemente a los brazos del gringo. Un gringo viejo y colorado, de «asinatrados» ojos azules, que hacía rato me andaba «tallando el naipe», como decía mi padre de los hombres que él creía andaban detrás de mi mamá.
Lo de «asinatrados ojos azules», ya lo saben, es por Frank Sinatra, otro de mis actores favoritos.

La contadora de peliculas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora