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38

SALÍ de la pastelería con sensaciones encontradas. Por una parte, intuía que era verdad lo que se decía: que si la televisión lograba propagarse iba a matar indefectiblemente al cine. Pero sentía también una pequeña esperanza para mi oficio, pues luego de ver de qué se trataba el asunto, me dije convencida que nadie iba a preferir mirar esas imágenes fantasmales —y en esa caja tan fría— en vez de oír como yo contaba las películas.
Aunque me daba perfecta cuenta de que el aparatito ejercía una fascinación irresistible sobre quien lo miraba, también supe que una vez pasada la novedad, iban a despertar, se iban a sacudir el hechizo igual como los perritos se sacuden el agua, e iban a volver de nuevo al cine y al living de mi casa.
Yo volvería a contar mis películas.
La tele —como ya le llamaban algunos tuteándola— era algo así como un chicle nuevo: una vez masticada lo suficiente, ya no le sentirían gusto a nada y la escupirían sin remedio.
Ya lo iban a ver. 

39

CUANDO llegó la televisión, hacía una semana que se habían llevado preso a mi hermano. Una mañana de lunes, cuando ya comenzaba a preguntarme por qué nadie de la compañía venía a comunicarme que debía entregar la casa, apareció la roja cara del señor administrador enmarcada en la ventana.
Aunque en la pampa chorrea sol
casi todos los días del año, aquella era una de esas raras mañanas nubladas. Para entonces yo ya tenía claro que las cosas malas me sucedían en días nublados. Si era cierto aquello de que «las arañas sólo tejen en días nublados», como decía mi padre que repetía siempre su abuela, mi mala suerte vendría a ser una especie de araña de las más laboriosas.
Cuando el gringo se asomó por la ventana y llamó con su cómico acento extranjero, yo tenía puesto el vestido de mi madre, el de lunares rojos con vuelitos que papá tanto odiaba y que a mí ya me quedaba perfecto.
Lo hice pasar.
Entró mirándome igual como me había mirado en el cementerio. Con ese mismo brillito que vi en los ojos del prestamista cuando yo, la muy babieca, le contaba la película sentada en sus rodillas. Pero el señor administrador era mejor parecido que el viejo roñoso del prestamista. Y tenía los ojos azules. La gente decía que era un gringo simpático.
Usaba sombrero panamá.
Fumaba en pipa.
Hablaba un español que causaba risa.
También se decía que era casado cuando llegó por estos pagos, pero que su mujer prefirió volverse a su país cuando vio el insufrible paisaje del desierto de Atacama. «Aquí las mujeres se convierten en estatuas de sal», dicen que dijo.
El señor administrador me preguntó si sabía que tenía que entregar la casa.
Le dije que sí.
Me preguntó si tenía dónde
irme.
Le dije que no.
Me preguntó si me quería quedar.
Le dije que sí.
Me preguntó si sabía hacer otra cosa que contar películas.
Le dije que no.
Entonces me quedó mirando. Expertamente. Como se miraría a un caballo de carrera. Luego, le dio una pensativa chupada a su pipa y comenzó a pasearse recortado contra la pared blanca donde yo contaba mis películas. Me puse a observarlo en silencio. Cuando se detuvo y, mesándose la barbilla, volvió a mirarme, recordé —por su gesto de mesarse la barbilla— haberlo visto una vez en casa hablando con mi madre. Eso fue por el tiempo en que mi padre aún trabajaba.
«Veremos qué se puede hacer por ti, muchacha», dijo al final.
El asunto fue que terminé trabajando de empaquetadora en la pulpería y por las noches durmiendo en los brazos del señor
administrador. Aunque no estábamos en el campo, y aquí no se estilaba, yo tenía catorce años y el gringo cincuenta y uno. 

40

LA televisión se fue apoderando del campamento como una epidemia desconocida y
altamente contagiosa. Y al parecer, sin antídoto conocido.
Después de la pastelería de don
Primitivo, fue en el Club de Empleados donde instalaron un nuevo aparato. Después en el
Sindicato de Obreros. Después en la pastillería de la finadita doña Filiberta. Después la gente empezó a encalillarse y a comprar su propio aparato. Antes de un año todos tenían uno en su casa. Los obreros, de 14 pulgadas; los empleados y jefatura, de 23. Los techos de las corridas de casas se convirtieron en bosques de antenas y una jerga de palabras nuevas comenzó a oírse por todos lados: audio, señal, selector, canal, set.
La televisión había llegado para quedarse.
Por primera vez en el cine se comenzó a ver filas enteras de asientos vacíos. De igual forma, la gente dejó de ir a sentarse a la plaza. Hasta las calles comenzaron a verse más desiertas de lo que siempre se veían, sobre todo a la hora que en la tele se daba Bamabás Collins, una empalagosa serial de vampiros.
En cuanto a mí, sólo de vez en cuando alguna anciana enferma —y sin televisor— me mandaba a buscar para que le contara una película antigua. O me invitaban a cantar en el Sindicato de Obreros como número de relleno en alguna velada artística.
En esas ocasiones, aunque los aplausos ya no eran los mismos, yo volvía a ser feliz. 

41

FUE por ese tiempo que ocurrieron algunas cosas que cambiaron el mundo. Aparecieron los hippies. El hombre llegó a la Luna (lo mostraron por televisión). Salvador Allende llegó al poder. Una vez pasó el comandante Fidel Castro por la calle principal del campamento (sólo alcanzamos a verle la barba flotando tras los vidrios de una camioneta).
En el sur, en su pueblo natal, se suicidó mi madre. Se colgó de una higuera. Dijeron que había sido con uno de sus pañuelos de seda, esos que tanto adoraba.
Yo me enteré dos meses después.
Entretanto se produjo el golpe de Estado del general Pinochet. Con el golpe desaparecieron muchas cosas. Desapareció gente. Desapareció el tren. Desapareció la confianza.
Desapareció el señor administrador.
Pusieron un militar a ocupar su puesto. Yo volví a quedar sola. Él se fue sin despedirse. Decían que se había vuelto a su país (otros murmuraban que lo habían fusilado). Al final le había tomado cariño al
gringo. Aunque a veces se emborrachaba y me golpeaba, no era mala persona.
Hasta me regaló un televisor.
En el fondo era un solitario y un sentimental. Sufría mucho por su esterilidad. De alguna forma era como mi padre: inútil de la cintura para abajo.

La contadora de peliculas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora