9

89 0 0
                                    

MI padre siempre decía, cuando hablaba del sortilegio de los nombres con eme, que ese era el secreto de los más grandes artistas del cine. O si no, que se fijaran en
Norma Jean: apenas era una empleadita de tienda hasta que se rebautizó como Marilyn Monroe. O, si querían un ejemplo al revés, ahí estaba Cantinflas, el más grande de los cómicos del cine hispano, uno que había triunfado gracias a que en la vida real se llamaba Mario Moreno. Así de simple. ¿No me cree? Aquí mi padre hacía una pausa, miraba a su interlocutor como el verdugo miraría al condenado antes del golpe, y agregaba lo que alguna vez había oído por ahí y que para él venía a ser la corroboración
indesmentible de su teoría, algo así como su hachazo mortal.
«¿Sabía usted, paisita —decía, saboreando sus palabras—, que en sus comienzos, cuando era sólo un artista de circo, Mario Moreno actuaba a dúo con un cómico llamado Manuel Medel?»
Ahora he llegado a creer que Marilyn Monroe le gustaba más por las emes de su nombre que por cualquier otra cosa. El siempre quiso tener una «hija mujer» para bautizarla de ese modo. Mi madre decía que ni muerta. Ella aseguraba aborrecer a «esa rubia oxigenada que ni siquiera sabe trabajar bien en las películas». Sin embargo, era a esa actriz a quien imitaba al caminar. Y cuando, poco antes de que nos abandonara, oyó la noticia de su muerte, lloró inconsolablemente toda la noche.
Como en la familia, para decepción de mi padre, comenzaron a nacer puros varones, no hubo mayores problemas en la elección de los nombres sino hasta la llegada del cuarto hijo. Ahí él no se aguantó más y quiso bautizarlo como Marilyno.
Mi madre se opuso con su cuchillo de cocina en la mano.
No obstante la gran guerra fue al nacer yo. Decían que mi padre flameaba de alegría cuando supo que al fin le había nacido una chancletita.
Ahora sí tendría una Marilyn en casa. Pero mi madre se negó y hasta amenazó con divorcio. Al final mi padre se conformó con el par de emes y pasé a llamarme María Margarita, nombre que a mí, la verdad, nunca me gustó mucho: me sonaba a mansedumbre, a conformidad, a madre sumisa.
Y yo quería ser otra cosa en la vida.
No sabía qué, pero otra cosa.
En eso me parecía a mi madre. Ella nunca estaba conforme con nada, siempre andaba cambiando de peinado, probando nuevos maquillajes, ensayando mohines y poses frente al espejo, repitiendo algo que la niña que era yo entonces apenas atinaba a entender:
«Por qué conformarse con ser luciérnaga, digo yo, pudiendo ser estrella».
Y se contoneaba como loca frente al espejo.
Por eso, cuando me hice conocida como contadora de películas, me busqué un nombre más afín con mi arte. Pero me sigo adelantando en la historia.
Paciencia, eso viene después.

La contadora de peliculas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora