19 y 20

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19

UNA tarde, uno de los invitados dijo, como al desgaire, algo que a nosotros como familia jamás se nos habría ocurrido: que podríamos cobrar entrada. Que lo que yo hacía era un espectáculo artístico con todas sus letras.
«Y el arte, amigos míos, se paga».
De modo que esa noche, después de conversarlo un par de horas con mis hermanos mayores —a mí no me preguntaron nada—, mi padre encontró la solución perfecta: no se cobraría entrada, sino que se pediría una donación voluntaria.
«Es lo más sano», dijo. Pero antes tendríamos que reacondicionar la pieza del living.
Al día siguiente se pusieron manos a la obra. Mis hermanos se consiguieron una banca y una silla vieja, que repararon a clavo y martillo. Además, se puso un par de tarros de manteca volteados, un cajón de cerveza y todo lo que sirviera para sentarse. Incluso metimos la gran piedra empotrada a la puerta de la casa, en donde mi padre antes del accidente se sentaba a tomarse su botellita de vino.
Y la cosa empezó a ir bien.
La «sala» se llenaba de niños y adultos, hombres y mujeres. Había quienes iban a ver la película al cine y luego se venían a la casa a oírla contar. Después salían diciendo que la película que yo había contado era mejor que la que habían visto.
Animada por mi popularidad, descuidando incluso las tareas escolares, dejé de leer historietas y me concentré nada más que en la revista Ecran (aprendí que ecran era la pantalla del cine). Junto con devorar cada ejemplar nuevo que llegaba a la biblioteca, me leí una ruma de números viejos que la bibliotecaria me trajo de la bodega. Especialmente me interesaban dos secciones: «Ultimos estrenos» y «Chismografía hollywoodense». Quería saber absolutamente todo sobre las películas y las actrices que adornaban generalmente la portada de la revista.
Y es que yo me sentía como una de ellas.
Tanto así que hasta se me ocurrió buscarme un seudónimo. Yo era una artista y merecía un nombre de artista.
Uno que le viniera a lo que yo hacía, claro.

20

POR el Ecran había descubierto que la mayoría de los actores y actrices famosos tenían nombres ficticios, pues los suyos, los reales, eran tan feos como el mío. O más incluso. Como ejemplo de los ejemplos estaba Pola Negri, la gran diva del cine mudo. Su nombre siempre me había gustado mucho, lo encontraba perfecto para una actriz. Pero un mal día descubrí con horror que ese era su seudónimo, y que su verdadero nombre era Apolonia Chavulez. No podía ser verdad, me dije consternada. Con ese nombre la pobrecilla no hubiese tenido gracia ni para mover las pestañas.
Mi otro desencanto fue cuando supe que Anthony Quinn, uno de mis actores favoritos, se llamaba en verdad Antonio Quiñones.
¡Qué manera de perder glamour!
Alguien después me dijo que los seudónimos los usaban los artistas de todos los rubros. Que además de los poetas como Pablo Neruda (de nombre Neftalí Reyes) y Gabriela Mistral (de nombre Lucila Godoy), hasta los cantantes los usaban. Sobre todo esos cantantes de «la nueva ola», como le llamaban, que comenzaban a oírse a cada rato en cada una de las radioemisoras del país.
Para muestra me dieron tres botones:
Un tipo que se llamaba Patricio
Núñez se bautizó como Pat Henry; Pat Henry y sus Diablos Azules. Otro, un tal Javier Astudillo Zapata, pasó a llamarse Danny Chilean. Y una estudiante de liceo, Gladis Lucavecchi, se convirtió en una gran estrella de la canción y de las fotonovelas bajo el artístico nombre de Sussy Veccky.
De modo que, para no ser menos, comencé a buscar mi seudónimo artístico. Tras mucho pensar, inventar y componer nombres —algunos sacados de la revista Ecran, otros del santoral del calendario y hasta de una vieja Biblia que había en casa, única herencia de mi abuelo paterno—, ninguno me conformaba. Hasta que una tarde le oí decir a la vecina ilustrada de la corrida, hablando de mí con mi padre:
«Su hija es un hada contando películas, vecino, su varita mágica viene siendo la palabra. Con ella nos transporta a todos».
Entonces se me ocurrió. Se me alumbró la azotea, como decía mi hermano mayor.
Me llamaría Hada Del cine.
Hada Del cine.
Lo repetí varias veces y me pareció que sonaba bien; incluso dejaba un sabor como afrance sado en la boca.
Y lo mejor era que no tenía ninguna eme.

La contadora de peliculas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora