27 y 28

69 1 0
                                    

27

LOS pedidos de películas a domicilio los cumplía a la hora de la siesta, pues en las mañanas asistía a la escuela y por la tarde me tocaba ir al cine. Mis hermanos, entre reclamos y pataletas, a instancias de mi padre se turnaban para ayudarme en el traslado del cajón de té. Me dejaban en la vivienda de donde me habían llamado y se iban a jugar. Quedaban de pasar a buscarme en una hora; una hora era el término medio que ocupaba en contar mis películas. Pero siempre se quedaban jugando y yo tenía que arreglármelas sola. Algo así ocurrió el día nublado en que le fui a contar una de vaqueros al prestamista de la
Oficina.
28

NUESTRA Oficina era úna de las más pobres del cantón. La gente no tenía qué ver ni qué hacer en las largas tardes pampinas. No había filarmónica donde ir a bailar, no contábamos con banda de música que tocara retretas los fines de semana en el quiosco de la plaza. Ni siquiera teníamos día de tren, que en las otras oficinas donde había, estación ferroviaria era toda una fiesta.
Sólo nos quedaba el cinematógrafo.
Pero el sueldo no siempre alcanzaba para pagar un boleto. Todo el mundo vivía de fiado, y para conseguir algo de dinero antes de los días pago, la mayoría acudía a empeñar la tarjeta donde el prestamista.
Don Nolasco se llamaba el prestamista.
Era un hombre largo, todo lleno de huesos, huraño como un perro de desierto. A la larga había llegado a convertirse en. el hombre más odiado de la Oficina. No sólo por usurero, sino porque además trabajaba de vigilante en el único pasaje de solteros del campamento. Allí debía cuidar que los hombres no entraran licor ni mujeres a sus camarotes. Y en eso don Nolasco era tan estricto como para cobrar sus préstamos.
Nada se le pasaba a sus ojos de búho.
Los jueves, día de suple, era común ver a las esposas de obreros rogándole que, por favor, se pagara de la mitad ahora, don Nolasco, y el resto lo dejamos para la otra semana, ¿qué le parece? Mire que tengo que comprarle leche a la guagua.
Pero no había caso, el hombre era duro e insensible como un costrón de caliche.
Yo un par de veces acompañé a mi mamá a empeñar la tarjeta de mi padre y vi la cara inexpresiva del hombre.
De verdad, parecía hecho de puro hueso.
Nadie nunca lo había visto sonreír.

La contadora de peliculas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora