2

320 4 0
                                    

ERA lindo, después de ver la
película, encontrar a mi padre y a
mis hermanos esperándome ansiosos
en casa, sentados en hilera como en
el cine, recién peinaditos y
cambiados de ropa.
Mi padre, con una manta
boliviana sobre sus piernas, ocupaba
el único sillón que teníamos, y esa
era la platea. En el piso, a un costado
del sillón, relumbraba su botella de vino rojo y el único vaso que
quedaba en casa. La galería era esa
banca larga, de madera bruta, en
donde mis hermanos se acomodaban
ordenadamente, de menor a mayor.
Después, cuando algunos de sus
amigos comenzaron a asomarse por
la ventana, eso se convirtió en el
balcón.
Yo llegaba del cine, me tomaba
una taza de té rapidito (que ya me
tenían preparada) y comenzaba mi
función. De pie ante ellos, de espalda
a la pared pintada a la cal, blanca
como la pantalla del cine, me ponía a contarles la película «de pe a pa»,
como decía mi padre, tratando de no
olvidar ningún detalle, ni del
argumento, ni de los diálogos, ni de
los personajes.
Por cierto, aquí debo aclarar
que no me mandaban a mí al cine por
ser la única mujer de la familia y
ellos —mi padre y mis hermanos—
unos caballeros con las damas. No,
señor. Me mandaban porque yo era
mejor que todos ellos contando
películas. Como se oye: la mejor
contadora de película de la familia.
Luego, pasé a ser la mejor de la corrida y al poco tiempo la mejor del
campamento. Que yo supiera, no
había nadie en la Oficina que me
ganara contando películas. De
cualquier tipo: de cowboys, de
terror, de guerra, de marcianos, de
amor. Y, por supuesto, mexicanas,
que a mi papá, como buen sureño,
eran las que más le gustaban.
Y fue justamente con una
mexicana, de esas bien cantadas y
lloradas, que me gané el título.
Porque el título hubo que ganárselo.
¿O creen que fui elegida por mi
talle?

La contadora de peliculas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora