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Y así me convertí oficialmente en la contadora de películas de la casa.
Desde ese día dejé de jugar al hachita y cuarta y no acompañé más a mis hermanos a las calicheras a matar lagartijas. En vez de eso, los días que no iba al cine —por falta de dinero o porque a mi padre no le sonaban los nombres de los protagonistas—, me quedaba en casa experimentando cambios de voces y ensayando morisquetas frente al espejo.
Quería contar las películas cada vez mejor.
En el cine comencé a fijarme en detalles que la mayoría de los espectadores pasaban por alto; pequeños detalles que a mí me servían para darle más énfasis a mis narraciones: el modo acanallado de pintarse los labios de la rubia amante del mafioso, algún tic casi inadvertido del pistolero en los instantes previos al saque, la forma en que los soldados encendían el cigarrillo en las trincheras para que el enemigo no viera el resplandor del fósforo.
Pasado un tiempo, ya no me conformé con la mímica y el cambio de voz, sino que incorporé elementos externos, como en el teatro. Lo primero que ocupé fueron las pistolas de palo de mis hermanos, un sombrero antiguo de mi padre y un paraguas viejo que se había traído mi madre del sur y que, por supuesto, en la pampa nunca usó.
Después empecé a fabricar mi propia utilería.
Como en la escuela era buena en labores, me la pasaba cosiendo velos y turbantes para las películas de árabes; fabricando abanicos para las españolas y esos inmensos sombrerotes para las mexicanas. Hacía sables chinos, cascos de guerra, flechas de indios y distintos tipos de máscaras. La primera fue para imitar al Zorro. Lo que más gusto me causó, sin embargo, fue confeccionar y ensayar con el tonguito, el bastón y el bigote mosca de Carlitos Chaplin, mi camarada de espíritu.
Todas esas cosas las guardaba en un cajón de té, puesto al alcance de la mano, junto a la pared blanca.

La contadora de peliculas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora