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UNO de los problemas del cine de la Oficina era que continuamente se cortaba la película. Guando eso ocurría quedaba la trifulca en la sala. El público, silbando y zapateando, provocando un mido estrepitoso, culpaba al anciano operador, y el operador, conocido por lo insolente y cascarrabias, le cargaba las tintas a lo antigua que era la maquinaria.

«¡Vayan a reclamarle al Coño, manga de idiotas!», gritaba enfurecido por las ventanillas de la sala de proyección. El Coño era el concesionario del cine, un español que además tenía una tienda de ropa y administraba el camal.

Al final los únicos que perdíamos éramos los espectadores, pues siempre, al reponerse la película, le habían escamoteado varias escenas. Aunque eso para mí era lo de menos. En casa no tenía ningún problema en imaginar o inventar los actos que le habían birlado.

Solía ocurrir asimismo que al Cojo Peliculero, como le decían al operador, se le confundieran los rollos —sobre todo cuando el hombrecito andaba caído a las copas — y viéramos el final por la mitad de la película.

O el principio al final.

O el medio por el principio.

Entonces todo se volvía una majamama y nadie entendía un carajo.

En estos percances, aunque un tanto más complicada, tampoco me era muy difícil ordenar la historia en mi mente y contarla después de principio a fin, como correspondía.

Creo que en el fondo yo tenía alma de conventillera, pues además con sólo mirar las dos o tres fotos pegadas en el cartel —por la mirada lasciva de cura, el mohín inocente de la niña y el gesto cómplice de la beata— yo podía inventar una trama, imaginar toda una historia y pasarme mi propia película.

La contadora de peliculas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora