29,30 y 31

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29

EL hombre vivía en una casa oscura y silenciosa, en la última calle de la Oficina, por el lado poniente. Era domingo cuando fui a contarle la película.
Y estaba nublado.
Las calles, como siempre a la hora de la siesta, se veían solitarias. Más aún ese día que en la cancha de fútbol, en las afueras del campamento, se jugaban las finales del campeonato local. El fútbol era lo otro que salvaba a la gente del árido hastío de la pampa.
Cuando llegamos a su casa con mi hermano Manuel (que mi padre hizo venir de la cancha para que me ayudara), el prestamista salió a la puerta, me miró fijo y preguntó para qué era el cajón. Cuando le expliqué, dijo lacónico:
«Sin disfraces».
Manuel, contentísimo, se devolvió de inmediato con el cajón a la casa y, de ahí, a toda carrera, a la cancha. Yo al principio pensé que el caballero quería imaginarse los personajes a su antojo. Algo que me pareció bien. Pero luego intuí un dejo de malicia en su actitud. Sin embargo, no hice caso de la corazonada. Pensé que debía ser la influencia de ver tantas películas.
El prestamista vivía solo. La cortina de la ventana estaba cerrada y la casa se veía penumbrosa. Me llamó la atención lo atiborrado de la pieza del living, tantos muebles antiguos y baúles polvorientos. Mi casa tal vez no tenía muebles, pero era mucho más luminosa que aquella.
Los anaqueles estaban repletos de artefactos que la gente iba a empeñar: radios, máquinas fotográficas, juegos de loza, cortes de casimir inglés. Imaginé dentro de los baúles cientos de relojes y anillos de oro. En la esquina de un aparador, atado con elásticos de billetes, se veía el fajo de tarjetas de suple empeñadas por la gente. Todo el campamento sabía que el prestamista era tan receloso que llevaba las tarjetas con él a todos lados, incluso a la garita donde trabajaba, esto por si a algún obrero le caía plata del cielo y quería retirar la suya. El hombre recibía plata las veinticuatro horas del día.
Don Nolasco se sentó en un
sofá. Yo, de pie frente a él, comencé a contar la película. Me había pedido una de John Wayne, una que habían pasado en el cine hacía poco. Por primera vez sentía que me temblaban las piernas. Por primera vez no hallaba las palabras para comenzar mi relato. Me repelé por haber dejado ir a mi hermano.
Sentía miedo.
El hombre era como el malo del pueblo.
Cuando recién comenzaba la narración me interrumpió toscamente para decirme que él no oía bien con un oído, que me acercara más. Después me dijo que mejor le contara la película sentada en sus piernas.
Lo dijo en un tono cortante que no me atreví a desobedecer.
Sentada en los huesos de sus rodillas, comencé de nuevo. El hombre me veía de manera rara. Me di cuenta entonces de que la película le interesaba un comino. Pero ya era tarde. En esos momentos el prestamista me comenzó a hacer lo que me hizo. El miedo volvió mi cuerpo de gelatina y no atiné a nada.
El hombre hizo lo que quiso conmigo, sobre todo de la cintura para abajo.
Aunque yo algo había hecho con algunos amigos de mis hermanos, por los tiempos en que los acompañaba a las calicheras viejas, eso no había sido más que juegos de niños. Ahora sentí que me habían desgarrado por dentro.
Salí de allí como alunada.
Mientras caminaba de vuelta a casa, como pisando sobre esponjas, fui dejando caer una a una el puñado de monedas que el hombre me puso a la fuerza en las manos antes de dejarme ir. Una infinita sensación de vergüenza embarazaba mi espíritu. Me sentía impura hasta para recibir el aire que respiraba.
Al doblar la esquina de mi corrida divisé a mi padre en la puerta y traté de disimular lo mejor que pude. No quería verlo sufrir más de lo que ya sufría. Mi pobre viejo dormitaba con la cabeza abatida sobre el pecho. Mis hermanos lo habían dejado allí, acompañado de su botella de vino. Me quedé mirándolo un rato hundido en su sillón de ruedas —inservible de la cintura para abajo—. Entonces, de súbito, y de una oscura manera, comprendí la razón de fondo de por qué mi madre lo había abandonado.
Recordé, además, que cuando ella se fue el cielo estaba nublado.

30

POR la tarde fui al cine como siempre. Luego, en la casa, conté la película rápidamente y sin ningún entusiasmo. Dije que me dolía la cabeza. Menos mal que había casi puros niños y los reclamos fueron pocos. Después llevé a mi hermano mayor para el patio y, sentados en un durmiente, le conté lo sucedido.
Para mi propia sorpresa se lo conté sin llorar. Estaba embargada de una rara serenidad que me mantenía como en el aire. El me oyó todo el rato en silencio.
No pronunció una sola palabra.
Casi ni pestañeó.
Al final —presa de un vago sentimiento de culpa— me quedé con la sensación de que no debí habérselo contado.

31

DOS semanas después, una mañana de jueves, día de suple, hallaron muerto al prestamista en su garita de vigilancia. Estaba tirado en el piso de tablas baldeadas con petróleo, con todas las tarjetas de suple esparcidas sobre su cadáver. Lo habían matado a golpes con el mango de una pala.
Los cuatro carabineros que conformaban la dotación del retén — todos gordos y fofos de inactividad —, por fin tuvieron algo en que entretenerse. Aparte de envenenar perros y recorrer las calles displicentemente, con las manos enlazadas a la espalda, el único trabajo policial que hacían era llevarse detenidos cada fin de semana a un par de borrachitos para que barrieran el retén y les limpiaran el culo a los caballos.
Los primeros sospechosos fueron los dueños de las tarjetas empeñadas. Los carabineros interrogaron a cada una de ellos, en especial a los maridos de un par de mujeres que para recuperar las tarjetas —todo el mundo en el campamento lo sabía— se iban a meter por las noches a la casa del prestamista.
Pero todos salieron libres de polvo y paja.
Como el muerto no tenía familiares conocidos, pasado un breve tiempo los habitantes de la Oficina se olvidaron del asunto, y a nadie le importó que su asesinato se quedara sin esclarecer. Por el contrario, eran muchos los que no podían disimular su cara de contento, pues con su muerte la deuda de cada uno de ellos quedaba anulada. Se decía que hasta los carabineros andaban con una risa de oreja a oreja. También a ellos don Nolasco los tenía acogotados con préstamos.
Además, por esos mismos días se anunció en el cine la película Los diez mandamientos.
Todo el mundo no hablaba sino de eso.

La contadora de peliculas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora