35
LO primero que ocurrió después de la muerte de mi padre fue la tragedia de mi hermanito Marcelino. Una noche, mientras jugaba a las escondidas en el callejón, fue atropellado por las ruedas traseras del camión de la basura. Murió en el acto.
¡Cómo lloré aferrada a su cabecita de libro!
Tiempo después, mi hermano Mirto, que nunca había pololeado, se engolosinó con una viuda joven que andaba de visita en la Oficina, una viuda negra que le sorbió el seso de tal manera que no dudó en irse con ella a la ciudad de Coyhaique. ¡Más de cuatro mil kilómetros al sur del país!
Se fue sin avisarle a nadie,
Él tenía dieciséis años, la viuda veintiocho.
Después, un club de fútbol profesional que andaba de gira por el norte, hizo un partido de exhibición con un equipo de la Oficina. Cuando vieron jugar a mi hermano Manuel se encandilaron de tal manera con sus fintas y cachañas, que se lo llevaron a la capital para entrenarlo en las divisiones inferiores.
Por lo menos él se despidió.
Sin embargo, lo verdaderamente triste —tan triste como la muerte de Marcelino— fue lo que ocurrió con Mariano, mi hermano mayor. Como ya trabajaba en la Compañía y ganaba un sueldo de hombre grande, se puso bueno para el trago. Del trabajo se pasaba a beber con sus amigos. Una noche, borracho como tagua, se le ocurrió contar en el mesón de la fonda, y a toda boca, que él había matado al cabrón del prestamista. Dos días después lo vinieron a buscar los detectives del puerto y se lo llevaron detenido.
Nunca dijo que le había dado muerte para vengar la cochinada que el hombre me había hecho. Sólo se limitó a decir que fue por robarle dinero, y que halló puras migas de pan en los bolsillos del usurero cabrón.
Para rematar el cuadro, por esos mismos días llegó el primer aparato de televisión a la Oficina, artefacto que, según auguraban todos, acabaría de una vez y para siempre con el cine. La detención de Mariano y la llegada de la televisión, cuestiones que ocurrieron casi al unísono, fue lo que definió mi destino.
Con la ausencia de mi hermano me quedaba sin casa, con el asunto de la televisión corría el peligro de quedarme sin oficio.
36
EL día que llegó el primer aparato de televisión á la Oficina fue un verdadero espectáculo.
Don Primitivo, el dueño de la pastelería, había propagado a los cuatro vientos que viajaba al puerto a traer «un radio con monos». Incluso ya se había mandado a hacer una antena de cobre de seis metros de alto. Así las cosas, la tarde que desembarcó de la góndola con una enorme caja de cartón como único equipaje, estaba la mitad del campamento esperándolo.
El más corpulento de los jóvenes se echó al hombro la caja que decía Westinghouse y echó a andar rodeado por el gentío.
Mientras una manga de niños saltaba a su alrededor tratando de tocarla, los más viejos, éxcitados por la emoción, le decían que se fuera despacito por las piedras el muchacho, que esos bicharracos eran delicados. Como si de verdad se hubiese tratado de la imagen de la Virgen de la Tirana, el aparato llegó a la pastelería seguido de una verdadera procesión de fieles.
Eso a mí me lo contaron después. A esas horas yo estaba viendo una de cowboys, con Gary Cooper. Cuando llegué a casa no había nadie esperando. Me hice una taza de té y me la tomé tratando de no pensar en nada más que en la película recién vista.
Esperé un rato sentada en la mesa.
Luego, me ceñí el cinturón con las pistolas de palo y el sombrero de ala ancha, y frente al espejo me puse a practicar la «mirada de acero» de Gary Cooper. Ejercité un rato el «saque»: desenfundaba las pistolas lo más rápido posible, disparaba, las hacía girar en el índice y las volvía a enfundar.
Hacía poco había aprendido que los cowboys engrasaban la cartuchera y pulían el punto de mira para sacar más rápido. Mis pistolas no tenían punto de mira, de modo que sólo me quedaba engrasar las cartucheras. Mañana mismo conseguiría un trozo de grasa en la pulpería.
Después me paré en la puerta.
Pero no llegó nadie.
Alguien que pasó corriendo me gritó desde la otra vereda que toda la gente estaba donde don Primitivo, viendo la novedad de la televisión.
Cerré la casa y me fui a ver qué tanta bulla.
37
EN la pastelería, con el catálogo en las manos, ayudado por el electricista del campamento, estaba don Primitivo afanado en hacer funcionar el armatoste. Lo había instalado en una de las repisas detrás del mostrador, entre los frascos de caramelos y el soporte de los cigarrillos. El boliche estaba lleno como nunca. Hasta la pareja de carabineros, que hacía su primera ronda nocturna, se había quedado en el local a ver la novedad.
Mientras el electricista verificaba enchufes y conexiones, don Primitivo, escudriñando el catálogo como si se tratara del mapa de un tesoro pirata, hacía girar perillas y apretaba botones como malo de la cabeza. En tanto, en el techo dos hombres dirigían la antena según la gente abajo iba gritando a coro:
«¡Más allá!».
«¡Un poquito más acá!».
«¡Más acá!».
«¡Un poquito más allá!».
Todo el mundo permanecía con la vista clavada en la pantalla esperando ver en cualquier momento algo así como una aparición celestial. Sin embargo, con un insufrible chicharreo, lo que se veía eran puras rayas o puntitos en ebullición, algo parecido a la plaga de langostas que yo había visto en una película.
Pasado un rato, en la pantalla comenzaron a verse las primeras imágenes de lo que parecía ser una película de guerra. Las figuras se veían borrosas, como de personas moviéndose bajo el agua. Pero no se oía absolutamente nada, sólo la fritanga de sopaipillas —que eso parecía el chicharreo— y, de vez en cuando, intermitentemente, algunos retazos de frases que entusiasmaban a la concurrencia.
En los fugaces momentos en que imagen y sonido confluían, la gente armaba una escandalera tremenda gritando a los hombres de la antena:
«¡Ahí sí!».
Pero luego volvía el chicharreo y la plaga dé langostas.
Yo miraba a las personas apelotonadas frente al aparato — muchas de ellas asiduas a mis narraciones— y veía cómo les brillaban los ojitos en esos segundos Ten que coincidían imagen y sonido. Les brillaban igual que cuando en mi casa, luciendo la máscara del Zorro, yo hacía una cabriola con la espada y de tres certeros tajos dejaba la Z claramente dibujada en el aire.
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La contadora de peliculas
Teen FictionLibro completo La contadora de películas es una novela del escritor chileno Hernán Rivera Letelier, publicada por primera vez el año 2009 y traducida a varios idiomas. Está relatada en primera persona y habla sobre la historia del cine en el Norte...