23 y 24

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DESPUÉS de esas funciones
.los aplausos me quedaban resonando durante toda la noche, hasta no poder conciliar el sueño. En mis desvelos pensaba en mi madre y, debajo de las frazadas, lloraba en silencio. Cuando ella nos abandonó, igual que mi hermano comenzó a tartamudear, yo me llené de piojos blancos. Las vecinas decían que esa clase de piojos salían con la pena. Y como la pena era por mi madre, comencé a comerme los piojos de puro amor hacia ella.
Así la quería.
Así la echaba de menos.
¡Qué orgullosa se sentiría ahora, me decía, si viera cómo la gente me oye y me aplaude!
¿La aplaudirán a ella igual que a mí, después de sus bailes? ¿Habría cambiado su nombre por otro más artístico? ¿Seguiría usando esos pañuelos de seda tan bonitos? Sofocándome debajo de las tapas, me la imaginaba bailando semidesnuda, en un escenario adornado de luces de colores que se prendían y apagaban. Por esos días, a través de unas mujeres que hablaban en la cola del pan, me había enterado de que mi madre se había ido de bailarina en una revista de variedades.
Decían que «la cabeza hueca de la Magnolia» había sido engatusada por el director de una compañía de picaresque que pasó por la Oficina, y se la llevó a la capital con la promesa de convertirla en vedette. Lo que no entendí bien fue algo que dijo una de ellas, haciéndole un guiño a las demás: que habían quedado varios viudos llorando su huida, pero que el más apenado de todos era el señor administrador.
Mi madre tenía veintiséis años cuando se fue.
Y pese a haber tenido cinco hijos, en cinco años seguidos (el primero lo tuvo a los catorce) conservaba una figura envidiable. De eso me acuerdo perfectamente porque varias veces, cuando estábamos las dos solas en casa, la vi bailar en ropa interior frente al espejo.
Sin embargo, su rostro se me iba desdibujando, se me iba borrando como el de una actriz que ha dejado de hacer cine por mucho tiempo. Lo otro que me ocurría era que, de tanto ver y contar películas, muchas veces las barajaba con la realidad. Me costaba recordar si tal cosa la había vivido o la había visto proyectada en la pantalla. O si la había soñado. Porque sucedía que hasta mis propios sueños los confundía después con escenas de películas.
Lo mismo ocurría con los recuerdos más lindos de mi madre. Las imágenes de los pocos ratos felices vividos junto a ella se iban desvaneciendo en mi memoria, inapelablemente, como escenas de una película vieja.
Una película en blanco y negro.
Y muda.

24

ALGUNA vez leí una frase — seguramente de un autor famoso— que decía algo así como que la vida está hecha de la misma materia de los sueños. Yo digo que la vida perfectamente puede estar hecha de la misma materia de las películas.
Contar una película es como contar un sueño.
Contar una vida es como contar un sueño o una película.

La contadora de peliculas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora