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EL primero en ir al cine fue mi hermano Mariano, el Caterpillar. Su narración fue un desastre. Ese día dieron una de guerra —alemanes contra norteamericanos—:, y lo único que se le entendía y le salía de corrido al pobre- cito era el tableteo de las metralletas. Y la mímica. La mímica le salía genial. Yo creo que en tiempos del cine mudo, él lo hubiera hecho muy bien.
A mi hermano Mirto, el Pájaro, le tocó ver una de indios, con Jack
Palance. Su narración fue extraordinaria. El galope de los caballos, los disparos, los gritos de los indios, las señales de humo. Si hasta nos parecía oír el silbido de las flechas pasando sobre nuestras cabezas, ¡zuummmm! Lo único malo era que Mirto lo hablaba todo en «huevadas» y «cagadas»:

«Entonces, cuando el huevón sacó la pistola y disparó a la cabeza de la huevona, quedó la mansa cagada porque los demás huevones ni cagando se iban a dejar que los cagaran de esa...».

A Manuel, que no lo hacía mal, le tocó una de vampiros. Sin embargo, lo perdió el amor. A los doce años estaba enamorado de la hija del dueño de la tienda más surtida de la Oficina —era el único de los hermanos que pololeaba—, y se pasó la hora y cuarenta minutos que duró la película abrazando a la niña que chillaba de miedo.
Lo de mi hermano Marcelino
fue el colmo de la mala suerte. Callado por naturaleza —«a este niñito hay que sacarle las palabras con tirabuzón», decía mi madre cuando estaba en casa—, le tocó ver El viejo y el mar, una película casi sin parlamento.
Su narración no duró más de cinco minutos.
Dos semanas después por fin me tocó a mí, la hermana menor, María Margarita, M M, como me decía a veces mi padre. Aunque yo no tenía apodo oficial, sabía que por lo bajo algunos niños me llamaban la Marimacha. El apodo, por cierto, no era muy refinado, pero si se fijan está compuesto por dos palabras que empiezan con eme.
Durante esas dos semanas llegaron varias películas buenas, y algunas muy buenas, pero no hubo plata para comprar el boleto. Era mediado de mes y alcanzaba apenas para comer y para la botellita de vino de mi padre.
«Hay que esperar el pago de la pensión», decía él. Y resultó que justo ese día apareció en la cartelera del cine nada menos que Ben-Hur, la película que todo el mundo en la Oficina esperaba con ansiedad.
Mis hermanos estaban locos.
Todos querían ir al cine. O por lo menos que fuera Mario, decían, que hasta el momento era el que mejor había contado la película. Pero mi padre, que era un hombre justo, se negó.
«Ahora le toca el tumo a María Margarita y María Margarita va a ir.
He dicho».

La contadora de peliculas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora