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DEBO confesar que nunca imaginé que sería yo la ganadora del concurso de quién contaba mejor la película. Mi hermano Mirto, el segundo, apodado el Pájaro, que en casa era el encargado de las compras, era el favorito de todos. Incluso yo hubiese votado por él a ojos cerrados. El siempre fue alegre y parlanchín y andaba todo el día contando cosas que le ocurrían; tenía mucho sentido del humor.

En cambio, mi hermano Mariano, el mayor, que por su tartamudez le decían el Caterpillar —él se encargaba de cocinar, pese a ser el más inteligente de todos, y «más serio que cabo de guardia», como decía mi padre—, no tenía ninguna posibilidad por su tara en el habla. El pobre había comenzado a tartamudear cuando se fue nuestra madre.

A mi hermano Manuel, el tercero (encargado del aseo), ni siquiera le gustaba mucho el cine. A él le interesaba el fútbol más que ninguna otra cosa en este mundo; era un pichanguero impenitente; sus partidos duraban todo el día, el primer tiempo en la mañana y el segundo en la tarde, con un breve descanso para almorzar. Por su costumbre de hacer un morro de tierra cada vez que iba a patear la pelota, lo apodaron el Morrito.

En la pampa todo el mundo lucía con orgullo la escarapela de un sobrenombre; el que no lo tenía era un nonato, un don nadie, no existía.

Mi cuarto hermano, Marcelino,

alias el Cabeza de Libro, tenía alma de artista. Le gustaba dibujar y pintar con lápices de colores. En casa era más bien callado, le gustaba más oír que hablar. Y su única tarea era sacar la basura.

Luego, venía yo, que por ser mujer, ninguno daba una chaucha por mí. Ellos pensaban que las mujeres sólo eran buenas para hacer las camas y lavar los platos —de lo yo me ocupaba en la casa—, y por lo mismo no tenía ninguna chance. Sin embargo, había tres cosas que me daban ventaja sobre ellos, aunque entonces ni yo misma lo sabía. La primera, que me devoraba las historietas de Opalong Casidy, de Gene Austri, de Kid Colt y de todos los héroes del Viejo Oeste, y ellos no leían nada. La segunda, que era loca por los radioteatros, afición que había heredado de mi madre, quien, conmigo en brazos, nunca se perdía un capítulo de Esmeralda, la hija del río. Y la tercera erá algo que hasta mi papá ignoraba: de pequeña mi madre me hacía dormir contándome películas románticas —sus preferidas—, cosa que no hizo con ninguno de mis hermanos.

«Estas cosas son más de nosotras las mujeres», decía, haciéndome un guiño de complicidad que yo adoraba.

La contadora de peliculas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora