21
DE modo que de la noche a la mañana, casi sin damos cuenta, el living se convirtió en algo así como una pequeña sala de cine contado.
Distribuimos la pieza en dos partes, igual que en el cine de la Oficina. Atrás, junto al sillón de mi padre y la banca de mis hermanos, acomodamos todos los cachureos que sirvieran para sentarse, y esa era la platea. La galería pasó a ser la parte de adelante, en donde todos, especialmente los niños, se sentaban en el suelo. La ventana, que era el balcón, se suspendió.
Se cerró.
Se le puso una tranca.
Y no sólo para que nadie me viera y oyera sin dar su donación, sino porque algunos niños de la otra corrida —con los que mis hermanos se andaban agarrando a pedradas desde siempre—comenzaron a dejarse caer en las horas en que yo contaba las películas y se ponían a lanzar cosas por la ventana: chicles, escupos, globos con agua, zurullos secos.
Una vez arrojaron un pericote vivo.
En la puerta pusimos una pizarra en donde diariamente escribíamos el título de la película a contar, y la hora en que comenzaba la función. En la parte de abajo, con letra más chica, agregamos:
«No se admiten perros».
Mi padre era el encargado de recibir las donaciones. Sentado en su sillón con ruedas, se instalaba en la puerta con una caja de zapatos en las rodillas. Los donativos no pasaban más allá de cinco pesos, los adultos, y un peso los niños. En el cine la entrada costaba cincuenta.
Mi hermano mayor hacía de portero y los demás de acomodadores.
Para graficar lo bien que nos iba, basta decir que los niños sin un peso se turnaban en los agujeros de las calaminas para verme. Además, uno de los vendedores de embelecos del cine, aprovechando el tiempo entre el término de la vespertina y el comienzo de la nocturna, que era la hora de mi función, se venía a parar afuera de la casa.
Vespernoche, le puso mi hermano Mirto a la hora de mi función.
22
LOS días en que no podía ir al cine porque daban una «sólo para mayores de 21», no me hacía mayor problema. Como tenía una memoria que se podría llamar fílmica, repetía la película de más éxito durante la semana. Aquellos días, como los adultos se iban todos al cine, la casa se llenaba sólo de niños y de algunas viejecitas que llegaban hablando pestes contra «esas películas cochinas» que traía el empresario peliculero.
Sin embargo, los mejores días para nosotros eran aquellos en que no había función en el cine de la Oficina. Esto ocurría de vez en cuando y por diferentes motivos:
Porque la película no llegaba.
Porque fallaba la proyectora.
Porque se enfermaba el Cojo Peliculero.
Esto último significaba que el hombrecito se hallaba tan borracho que no lo podían llevar al cine ni siquiera en carretilla, como en una ocasión lo hicieron, según nos contaba mi padre.
Fue una vez que daban una película de Jorge Negrete. El cine estaba repleto y el operador no llegaba. Alguien dijo haberlo visto durmiéndo la borrachera en una mesa de la fonda. Entonces, unos mocetones, coaligados con el concesionario del cine, lo fueron a buscar, lo cargaron en un carretón de mano y se lo llevaron por el medio de la calle principal. Una vez en el cine, lo subieron entre todos a la sala de proyección. Allí lo despertaron a cachetadas, le mojaron la cara y lo obligaron a dar la película.
Cuando el cine no abría sus puertas, yo escogía para contar una película mexicana, de esas con hartas canciones, que eran las que más le gustaban a la gente. En tales ocasiones, la casa se llenaba hasta no dejarme sino un estrecho espacio para moverme.
Esas funciones con harto público eran para mí las mejores. Mi padre comentaba que lo mío era una especie de pánico escénico al revés. Algo así como «éxtasis escénico», decía riendo. Y no dejaba de tener razón. Pues, mientras más gente me oía y veía, tanto mejor contaba la película., ¡Cómo gozaba esos aplausos del público al final de mis relatos!
Por entonces ya había comenzado a saludar como lo hacen las actrices en el teatro, que yo, por supuesto, sólo había visto en películas. Al terminar, mientras la gente rompía en aplausos, yo entraba corriendo a la pieza contigua, esperaba un ratito, respiraba hondo y volvía a salir y a saludar con esa reverencia de medio cuerpo que tanto me gustaba hacer.
Había ocasiones en que la gente me hacía salir hasta tres veces.
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La contadora de peliculas
Teen FictionLibro completo La contadora de películas es una novela del escritor chileno Hernán Rivera Letelier, publicada por primera vez el año 2009 y traducida a varios idiomas. Está relatada en primera persona y habla sobre la historia del cine en el Norte...