Capítulo 27

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Sin ninguna pista del príncipe, hasta ahora.
No iría a patrullar hoy, se dirigían a la frontera con Zoyet y decidieron no ponerme en riesgo, o a ellos.
Si no iría a patrullar, no podría quedarme en el palacio lo que restaba de la tarde, así que luego de que la guardia real se marchara, con sus impecables túnicas rojizas, me escabullí hasta llegar a Snowflake. O nos escabullimos; ese gato no se separa de mí.

Lo metí dentro de una cesta. De un extremo llevo panecillos rellenos de queso y miel; una combinación algo exótica pero agradable a mi gusto. Moras, uvas moradas y una cantimplora que encontré en un cajón de la cocina.

Iba a descubrir lo que no me permitió dormir, o al menos esperaba encontrar alguna pista útil.
Recorro los mismos caminos y los mismos mercados, hasta llegar a las casas aisladas.

Me detengo y miro hacia atrás. La casucha agrietada apenas se nota, y estoy segura que a su lado había un árbol seco. He recorrido más de lo que creo y la casa de pintura negra no ha aparecido.
Sigo avanzando hasta dar con otra casucha, pero sé con certeza que en medio de esas dos, está la casa de negro.
Así que hago que el caballo retroceda.

Me encuentro de nuevo frente al árbol de ramas secas. Avanzo, avanzo y avanzo. Cuando me doy cuenta he llegado a la otra casucha. ¿Qué sucede aquí?
No estoy loca, ví una casa pintada de negro con un muñeco colgado en la puerta... ¿Y ahora parece que la casa desapareció? Es imposible.

Vacío las últimas gotas de la cantimplora en mi boca y me propongo volver al palacio.

— ¿Pensaría Agnes que me he olvidado de ella? —menciono al acariciar a Obsidian—. No lo creo, sabrá que si no la he visitado es por una buena razón.

Espero que piense eso.

Los guardias abren las rejas y dejo al caballo en el establo. La guardia real aún no ha regresado.
Dejo la cesta vacía en la cocina y camino hacia mi habitación. En la puerta me espera la modista.

— Su alteza.

— Hytie, disculpe si la he hecho esperar demasiado —agita sus manos en el aire, negando. Me extiende el vestido azul verdoso y observa mis heridas—. No son nada, sanarán solas.

— Diseñaré otro vestido para usted —lo pienso pero no tengo ropa de entrenamiento.

— Necesito ropa para el adiestramiento —la modista asiente y hace una reverencia, antes de marcharse.

Entro a la habitación y observo el vestido.
Ni siquiera mi antigua modista es tan buena como ella. Cosió dos filas de perlas desde el escote hasta la cintura y en medio de ellas un doble tul del mismo azul, con agujetas.
Es de mangas cortas y llega cinco dedos bajo la rodilla. Por detrás, su cola cae hasta arrastrarse.

Tengo un par de botas, pienso. No me vendría mal un par de zapatillas elegantes.
Abro la puerta de nuevo y me dirijo hacia la biblioteca.

La princesa Ayzel se encuentra en una mesa de caoba. Sostiene su cabeza sobre su mano y con la otra el libro.
Ojeo la portada, o eso intento porque nota mi presencia y cierra el libro.

— Su alteza.

— Su alteza.

El perfecto olor de los libros se entremezcla con la fragancia de la princesa. Ella vuelve a tomar asiento y por mi parte, paso los dedos por los estantes.

Tomo un libro titulado La espada y el herrero y salgo de la biblioteca. No sin antes divisar el título del libro que lee la princesa.

Nieve y obsidianaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora