Capítulo 42

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Libera el cáliz en un estrépito y desenfunda su espada. Rápidamente los guardias se agrupan trás él y Zeev se posiciona a su lado, junto a un caballo.

— Voy por mi padre —susurro al príncipe y a la princesa.

Desenvaino mi espada y la empuño con determinación. Tiro de las riendas de Snowflake, acortando la distancia entre el rey y yo.

— ¡Baja de ese caballo! ¡Al menos enfréntate justamente! —bajo del caballo y le doy dos palmadas. Él huye hacia la bandana, tal y como lo practicamos tantas veces.

Mi ejército se enfrenta con los soldados de Zoyet. Vislumbro a Howell luchar con Zeev y a pesar de las actitudes de mi antiguo general, sé que solo obedece a mi padre. Evoco los recuerdos que viví con él desde pequeña y no quiero que lo hieran.

Sujeto mi espada firmemente, concentrándome ahora en mi padre y lanzo el primer ataque. Los sonidos metálicos de las espadas retumban. Mi padre pierde el equilibrio por un momento pero se recupera, dirigiendo la espada a mi muslo.
Logro esquivar su ataque pero el siguiente no, la espada impacta en la parte baja de mi pierna.
Voy protegida con la armadura, casi completamente, pero él apunta a las pequeñas partes descubiertas.

Doy un paso más hacia mi padre, llevando la espada a su cuello, pero la bloquea. Intenta liberarme de mi espada pero es inútil, me aferro a ella con más fuerza.
Lucha colérico y eso es un error, puedo adivinar sus ataques.
Su querida espada cae al suelo y dirijo mi hoja a su cuello nuevamente, ahora hincándola en su piel con ligereza.
Me coloco tras él y observo el alrrededor.

La nieve está bañada en sangre.
Soldados de ambos bandos yacen en el suelo. La princesa Ayzel se mantiene alejada, lanzando flechas a los soldados y los reyes de Xhiden alzan sus espadas contra todo aquel que pase a sus lados.

Siento una hoja fría sobre mi cuello. Intento girarme pero el soldado amenaza con asesinarme. Si mato a mi padre ahora, me matará a mí de igual modo. Trato de pensar rápidamente en una salida, pero el hombre que estaba a mi espalda cae al suelo, con una espada clavada en su estómago.

Kiran extrae su espada del cuerpo inerte y me dedica una sonrisa ladeada. Su cabello azabache está sudoroso y tiene un corte en el brazo. Sus ojos grises me reconfortan, recordándome a Obsidian.

— ¡Ríndanse ahora y los dejaré vivir! —exclamo.

Tarda un minuto para que los clamores cesen. Los soldados de Zoyet observan a mi padre, a espera de órdenes.
No dice ni una palabra, parece batallar internamente.

— Ríndete —le susurro—. Podrías quedarte en el reino si llegamos a un acuerdo.

— Gobernarás. ¿En tanto yo? Sería un simple hombre, sin título, sin riquezas. Siendo rey durante tanto tiempo, no podría aceptar eso. Preferiría morir que verte gobernar.

Sin título, sin riquezas, sin familia, pero eso no lo menciona. Fue como si esa espada se clavara en mi pecho. El hombre que fue mi padre, ya no existe.
El silencio sigue persistiendo y le doy un minuto más para que su opinión cambie, pero no lo hace.

— Lamento esto, padre.

Se lleva las manos a su cuello, intentando contener la sangre que emana del corte a su garganta. Después de largos segundos cae al suelo y sus ojos azules y frívolos me observan, ahora sin una pizca de viveza.
Los soldados de Zoyet, que aún se mantienen en pie, se arrodillan a mí.

Entro al palacio, subo las escaleras y camino hasta llegar a mi habitación.
Sigue en el mismo sitio, sobre mi cama.
Envaino la espada que usé para asesinar a mi padre y admiro una vez más a la que está sobre mis sábanas.
La empuñadura es negra y tiene un diamante incrustado. Aún recuerdo cuando mi madre me la obsequió; tenía 13.

Desciendo las escaleras y observo a mis soldados ingresar al palacio, junto al ejército del Reino Oeste.
Con Letal en mi mano y mi padre ahora muerto, me siento en el trono.







Fin del libro uno.

Nieve y obsidianaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora