Capítulo 33: De ilusión también se vive

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Narrado por Láquesis.

No podemos perder el tiempo. Tras dar esquinazo a la guardia costera, Daiana compra algo de comida para mortales en un restaurante de comida rápida y se la comen mientras caminamos hacia la estación de tren de Santa Clara. Yo me conformo con ambrosía y néctar, la repetitiva dieta de los inmortales. Miro la hamburguesa de Núria con algo de envidia. Al menos ellos pueden variar su menú, no tienen que pasarse toda la eternidad comiendo lo mismo.

Pensaba que no pararíamos hasta llegar a la estación, pero, al pasar frente a un anticuario con el escaparate repleto de objetos llenos de polvo, Daiana se detiene bruscamente y lo mismo hacemos nosotros.

- Voy...voy a entrar- nos explica, con voz algo temblorosa, señalando la puerta con la mano.

- ¿Para qué? ¿No decías que no podíamos perder tiempo?- pregunta Diego.

- ¡Es importante!- se limita a contestar ella, mientras abre la puerta y entra con algo de aprensión.

Pasados diez minutos, Daiana sale del anticuario con cara apenada y la mochila más abultada que antes. Me fijo en que no lleva su armadura.

- ¿Y tu armadura?- pregunta Núria.

- La he...la he vendido- contesta Daiana con voz triste.

- ¿Qué?

- La he vendido al anticuario- repite, inspirando hondo como si quisiera serenarse-. Excepto el yelmo, que no he sido capaz. Me es demasiado preciado.

- Pero...¿por qué?- inquiere Núria.

- Bueno, el viaje hasta Nueva York no se va a pagar solo...- dice ella, encogiéndose de hombros.

Llegamos a la estación y Daiana corre a comprar cuatro billetes para Nueva York. Núria me coge la mano y entrelaza sus dedos con los míos. La miro con ternura; de haber sabido un año antes que acabaría enamorándome de una mortal con esta intensidad, me habría reído y habría replicado "eso es imposible" en un tono realmente convencido.

Pues va a ser que no.

Mientras Daiana se pelea con la máquina de los billetes (Diego intenta ayudarla, pero no estoy segura de que realmente no la esté estresando más), yo miro a mi alrededor y me percato de que hay personas que se nos quedan mirando con mala cara. No entiendo el problema hasta que Núria susurra:

- Nos miran a nosotras.

Tiene las mejillas algo coloradas; se la ve cohibida. Su mano vacila en la mía.

- Que nos miren- contesto, en voz bastante alta y en inglés, para que quede bien claro.

Dicho esto, la miro a esos ojazos verdes que tiene, con la mano libre tomo su rostro y me inclino para besarla. Es un beso ligero y dulce, corto pero intenso y lleno de significado. Al separarnos, me fijo en que Núria está más arrebolada que antes e indudablemente más feliz. Sus ojos refulgen como dos esmeraldas, y yo deseo poder sentarme a contemplarlos durante el resto de la eternidad.

Hay personas que nos dirigen palabras hirientes, o cuyas caras expresan inconformidad, pero yo simplemente los ignoro. Alzo un poco la barbilla y sonrío con indulgencia. Al fin y al cabo, solo son simples mortales que no me pueden llegar a importar demasiado. De hecho, algún día no muy lejano Átropos cortará los hilos de sus vidas y yo estaré allí para verlo.

Pero Núria no.

De repente, me doy cuenta de que Núria no siempre estará aquí. Ya sé que es mortal; es solo que, de pronto, me hago a la idea de que un día morirá, y será la misma Átropos la que cortará su hilo y extinguirá su vida. Y yo antes habré sujetado entre mis dedos el hilo de su vida, lo habré medido y se lo habré pasado a Átropos, tal vez con lágrimas en los ojos o tal vez con inmensa pena contenida. La verdad acaba de asaltarme como un torrente desbordado.

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