Narrador omnisciente. Tiempo pasado.
Se decía de Helena que era la mujer más hermosa de toda Grecia. Hija de Leda, esposa del rey de Esparta, y Zeus, dios de los cielos, desde pequeña demostró poseer una extraordinaria belleza incomparable a la de cualquier otra mortal. Y, como era de esperar, lo que parecía un don maravilloso pronto pasó a ser una maldición insoportable.
El problema comenzó cuando Helena llegó a la edad en la que debería desposarse, como cualquier otra princesa griega de su época. Su padrastro, Tindáreo, sabiendo que Helena era codiciada por muchos, decidió celebrar una reunión para ver a todos los pretendientes y valorar cuál era el que más convenía. Pues, además de desposarse con la mujer más hermosa de toda Hélade, ese hombre se convertiría en el nuevo rey de Esparta y atesoraría un poder importante.
A la reunión acudieron príncipes venidos de todas las partes de Grecia. Todos ellos ansiaban casarse con Helena, ¿quién no querría, siendo como era la más bella de todas las mortales?
Pero no solo fueron los pretendientes a la reunión. Helena, su madre Leda y su prima Penélope también acudieron, aunque ocultas tras velos blancos. Un rizo oscuro se adivinaba tras el vaporoso velo de Helena, y todos los presentes se pasaron el tiempo que duró la celebración ansiando poder descubrir el rostro al que pertenecía aquel rizo rebelde y negro.
La reunión comenzó oficialmente cuando los pretendientes se fueron levantando por turnos para dejar sus presentes. Mientras decían su nombre y procedencia, Helena los observaba discretamente a través del velo. Ninguno de aquellos hombres hechos y derechos le suscitaba demasiado interés; ella era una chiquilla, comparada con ellos. Algunos medirían fácilmente el doble que ella, o tendrían el doble de años. De pensar que se veía forzada a casarse con alguno le entraban mareos. No se sentía preparada, y mucho menos con ganas.
Llegó el turno de un hombre robusto, de barba y cabello pelirrojos, que se levantó de su asiento con aires de superioridad. En las manos llevaba su regalo de bodas: una daga de bronce enfundada en una vaina de cuero. Al hablar, lo hizo con firmeza y seguridad:
- Soy Menelao, de Micenas, y estoy aquí para pedir a la hermosa Helena en matrimonio.
Acto seguido, depositó su regalo en la torre con los demás presentes y volvió a sentarse en su asiento. Se quedó mirando a Helena unos segundos, y la joven tuvo la incómoda sensación de que podía verla a través del velo. Pero retiró la vista y volvió a fijarse en el siguiente pretendiente que se presentaba en aquellos momentos.
Fue una ceremonia aburrida para Helena. Uno de los muchos candidatos llamó su atención: era un niño que se presentó como Patroclo, de unos diez años como mucho, pero le pareció que demostraba valor al presentarse delante de tantos hombres que lo doblaban y triplicaban en edad. Sin embargo, tampoco lo escogería a él como marido (ni de broma, era solo un crío).
La hora de su temida elección se acercaba. Antes de tener que emitir su veredicto, su padre pidió a todos los hombres allí reunidos que prestasen un juramento para evitar posibles enfrentamientos entre los pretendientes rechazados.
- Debéis jurar aceptar la decisión de Helena, sea cual sea, y también la obligación de acudir en auxilio del elegido en caso de que su esposa sea seducida o raptada. Aquí y ahora- remató.
Se hizo llamar a un sacerdote, que sacrificó una cabra en honor de los dioses y luego mezcló su sangre con cenizas del brasero. A continuación, pintó las muñecas de los hombres con la mezcla y estos prestaron su juramento.
Cuando el último de los pretendientes terminó de hablar, el rey Tindáreo se levantó nuevamente y habló:
- Ahora, Helena, comunícanos tu decisión.
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Los Dioses también tienen Instagram
Roman pour Adolescents(CONCLUIDA) Hace unos cuatro mil años, en la lejana Grecia, el Oráculo de Delfos pronunció una fatídica profecía: que la Caja de Pandora volvería a ser abierta, para desgracia de todos. Y el cumplimiento de dicha profecía ya ha comenzado. La Caja ha...