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Me tentaba seguir a Ernesto, me aterraba pensar en la cantidad de burradas que podía hacer ese hombre en cuatro horas. Pero se me ocurrió una idea mejor: ir a su oficina. Abrí el placard y busqué qué ponerme. Tenía que verme bien. Sin llamar la atención, no nos olvidemos de que había una muerta de por medio. Nada me conformaba. De alguna manera, ésa era una ocasión especial. Una no se puede presentar en la oficina del marido en jeans y zapatillas. Por más que sean de marca. Es una cuestión de imagen. Una tiene que ser coherente con la imagen que los demás se van formando de la mujer de un ejecutivo. Y la mujer de Pereyra no era para ellos una gorda con batón y ruleros. De eso estoy segura. Mi marido siempre se viste muy bien, se combina la corbata con el color de las medias, me mata si la camisa que se quiere poner tiene una arruga o sus zapatos no están recién lustrados. Es muy detallista.

Elegí un trajecito color arena, elegante pero discreto, que me compré para el civil de una amiga. Creo que me lo puse ese día y nunca más. Es que vivimos en un barrio residencial, todas casas con jardín y pileta, y para todos los días el taco aguja y la ropa de seda no van. Ni qué hablar de la medibacha. Una no puede regar las plantas o podar una Santa Rita con la medibacha puesta. Acá todas nos vestimos de elegante sport, un lindo pantalón, una linda blusa, chalequitos de bremer, de vez en cuando un blazer, una pashmina. Y buenos accesorios, que siempre ayudan a dar ese toquecito final.

Me hubiera gustado que mamá me viera. Ella siempre me critica lo que me pongo. Dice que no me pinto, que no me arreglo. Es que ella es tan chabacana, tan de departamento. Se viste a las nueve de la mañana como si fuera de noche, se pinta como una puerta, se baña en perfume. Y ya tiene casi setenta años. Me parece que le quedó esa costumbre de cuando todavía pensaba que papá podía volver. Pobre mamá. Se lo dije un día, y me cruzó la cara de un cachetazo.

La recepcionista me reconoció antes de que me presentara y se sorprendió por verme ahí. Yo no soy de ir a la oficina de Ernesto, de meterme en sus cosas. "Su marido todavía no llega, señora", dijo. "No, ya sé, justamente me pidió que avisara que hasta el mediodía no va a estar por acá, subo a decirle a su secretaria." "Ella tampoco llegó", dijo. "Ni va a llegar", pensé para mis adentros; y reconozco que sentí un poco de culpa por un pensamiento tan poco apropiado. Pero bueno, una no puede controlar hasta los pensamientos. Dije: "La espero arriba, tengo que darle un mensaje". Y sin más subí a la oficina de Ernesto. No había nadie. Ernesto siempre se queja de que nadie llega antes de la nueve. Tenía media hora para hacer mi trabajo. Revisé todos los cajones de Ernesto. Esta vez no encontré nada. "¡Bien hecho, Ernestito, una que haces bien!", pensé. Después revisé el escritorio de ella. Nada, tampoco. "¡Qué prolijos estos chicos!", me dije. Pero conociendo las andanzas de Tuya, que firma papelitos con rouge y regala forros con dedicatoria, no me quedé muy tranquila. No podía ser que no tuviera un recuerdo de mi marido, una foto, un slip (en casa usa boxer, pero con ella, vaya una a saber), un osito con cartelito ridículo ("dame tu miel", o similar), un poema. No sé, un algo. Esta mujer tenía que tener algo. En el centro del escritorio, un cajón pequeño tenía echada llave. Lo forcé, fue fácil, esos cajones se abren con un poco de paciencia. Y a mí paciencia me sobraba. Todavía me sobra. Nada, un poco de plata, unos cheques, vales por rendir. Un manojo de llaves. Esto sí que me interesaba, y cada llave con su etiqueta. Una secretaria verdaderamente eficiente. "Oficina Señor Ernesto", señor Ernesto, qué hija de puta. "Recepción", "Entrada de servicio", "Entrada principal", "Sala de reuniones", "Copia Avellaneda". Dos llaves distintas en la misma arandela. Me quedé con esas copias en la mano, pensando.

Desde su propio teléfono llamé a la oficina de personal. Me identifiqué, por qué no hacerlo, dije que tenía que darle un mensaje urgente de mi marido a Tuya. Dije "Alicia", por supuesto. "Y como no llega necesitaría su teléfono particular y, si es posible, su dirección para mandar un cadete con unos papeles." Se ve que mi marido era muy respetado en esa empresa, o que la gente de la oficina de personal era muy idiota, porque inmediatamente me dieron los datos sin preguntar más. Avellaneda 345, 5° piso "B". No había que tener muchas luces para darse cuenta de qué se trataba "Copia Avellaneda".

Era mi día de suerte, realmente no contaba con que se me abrieran las puertas de la casa de Tuya con tanta facilidad. Una bendición del cielo. Más que una bendición, un mensaje. Alguien allá arriba quería que yo revisara ese departamento antes de que llegara la policía.

Bajé las escaleras radiante. Estaba feliz. "Triunfal" sería la palabra justa. Nunca me habría imaginado que la visita a la oficina de mi marido fuera tan beneficiosa para nuestros planes. Nuestros, de Ernesto y míos, aunque Ernesto siguiera en la luna de Valencia. Saludé a la recepcionista con una amplia sonrisa. Me miré de reojo en el espejo de la entrada, y me guiñé un ojo a mí misma. Mientras me miraba caminando hacia la puerta, jugué con el manojo de llaves escondido en el bolsillo de mi trajecito de seda color arena.

Tuya-Alicia PiñeiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora