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Ernesto volvió. Con lo que el interrogante número 3 de la alternativa número 3 de mi cuadro

sinóptico quedaba invalidado. Ese lunes, a las cinco de la tarde, abrió la puerta con sus

propias llaves y dijo: "Hola, Inés". Se acercó al sillón donde yo estaba y me dio un beso en la

mejilla. Dejó la valija a un costado. "Tengo una parva de cosas para lavar ahí adentro."

"Mientras no me hagas lavarle un corpiño a ésa", pensé. Se disculpó por no haber parado en el

free shop a comprarme algo. "Le había prometido un perfume a Lali, pero estoy agotado,

quería llegar a casa cuanto antes." "Mucha actividad, ¿no?" "No sabes..." Estuve por

interrumpirlo varias veces para contarle lo del cadáver recuperado, pero cada vez que tomaba

coraje él arrancaba de nuevo. Preguntó por Lali, por ella siempre pregunta. "No sé, estuvo

todo el fin de semana en la quinta de una amiga, y ni llamó, así que debe estar bien, si hubiera

necesitado algo habría llamado, ¿no?" No news, good news, mi mamá odia ese refrán. Claro,

aplicado a mi papá era casi una burla. Después Ernesto dijo un par de cosas más, de esas

cosas que diría cualquier marido cuando llega de un viaje: si llamó alguien, cómo estuvo el

tiempo por acá, etc., etc., etc. No preguntó por el perro porque no tenemos. Tanto lugar

común empezó a desconcertarme. Yo me había preparado durante todo el fin de semana para

que pasara cualquier cosa cuando regresara Ernesto. Y cualquier cosa era que Ernesto no me

hablara, que viniera a juntar sus cosas y se fuera para siempre, que me dijera simplemente

"me enamoré de otra". Hasta que no volviera. Pero no me preparé para tanta normalidad.

Ernesto actuaba como siempre, lo que me hizo pensar que ése no debía haber sido su único fin

de semana de amor clandestino. Con Charo o con otra. Y después de ese clic empecé a ver la

cosa con más claridad. Si había habido otros, eso era muy bueno, quería decir que nuestro

matrimonio era más fuerte que sus escapadas higiénicas. Porque, ¿de qué otra manera podía

calificarse lo que había hecho? Hay gente que se va tres días a un spa a que lo masajeen, otros

a que los desintoxiquen, otros a que les hagan baños de barro o de placenta de tortuga. Sobre

gustos. Ernesto, evidentemente, necesitaba otro tipo de descarga. Quién está libre de pecado

para decir que lo suyo es más criticable que estresarse, que fumar o que no poder parar de

comer. Ni qué hablar de otras adicciones. Distintos vicios. Una tiene el deber de comprender.

Y a pesar de su vicio, Ernesto siempre había vuelto. Como ese lunes. El golpe final llegó

cuando me dijo: "Inés, ¿te acordaste de sacarme el traje gris de la tintorería?", y con esa frase

me desarmó, no pude contestarle. "¡Te dije que lo necesitaba para mañana sin falta, Inés!" Era

el mismo Ernesto de siempre. Mamá me hubiera dicho: "¡Otra vez sopa, nena!". Pero ella es

tan negativa, la golpearon tanto. Yo no. Y en medio de tanta oscuridad, ver la luz y darme

cuenta de qué era lo importante, cuando yo misma acababa de encender el fósforo para el

incendio, me dio mucho miedo.

Ernesto se sirvió algo para tomar y se sentó en el sillón frente a mí. Apoyó los pies sobre la

mesita ratona, junto a su carpeta celeste donde yo ahora guardaba los recortes que habían

aparecido el fin de semana acerca de la muerte de "Tuya". O de "ex Tuya", o de "creía que era

Tuya". Me quedé con la vista fija en sus zapatos a menos de cinco centímetros de la carpeta.

Ya no pude aguantar más y le dije: "Apareció Alicia". Ernesto se quedó duro. "Ayer

encontraron el cadáver." Me incliné sobre la mesa ratona y le acerqué la carpeta celeste.

Ernesto la abrió y fue leyendo los recortes cronológicamente, tal como yo los había ordenado.

La carpeta temblaba en sus manos. Sentí pena, parecía un chico. Entró Lali. Apenas saludó.

Tenía mala cara; seguramente se debía haber pasado de rosca el fin de semana con su amiga,

no debían haber dormido nada, y esas cosas que hacen las chicas de su edad. Pero no era

momento de ponerme a educarla. A su papá y a mí nos estaban pasando cosas demasiado

graves. Y a esa altura ya llevábamos invertidos demasiados años y esfuerzos en su educación.

Y dinero. Ernesto una vez había hecho la cuenta. Cuando terminara el secundario habríamos

invertido, sólo en cuota de colegio, casi ochenta mil dólares. Si le sumas los útiles, los

uniformes, los libros, las excursiones, el bendito viaje de egresadas, alguna que otra maestra

particular, etc., etc., no bajás de los cien mil dólares. Impresionante. Y como decía Ernesto,

para que después venga y te diga que quiere ser modelo. O ama de casa; eso lo decía yo,

porque a él, que su hija terminara siendo ama de casa ni se le cruzaba por la cabeza. "Ella está

para otra cosa", decía. Ernesto siempre pensaba en Lali, pero ese día, con la carpeta celeste en

sus manos, creo que solamente pensaba en él. Y hacía bien. Porque pensar en él era pensar en

todos nosotros, en su familia. Dormir un día más o menos a Lali no le iba a cambiar la vida.

Se quedó un momento mirándonos, dura, agria, como es ella, y después se fue para arriba.

Ernesto no atinó a decirle nada. Peor que eso, intentó decir "no conseguí tu perfume", pero se

le quebró la voz y la frase sonó a telenovela. Desde el descanso de la escalera, Lali se dio

vuelta para mirarlo y siguió. Fue una suerte, hay veces en que ese silencio con el que nos

quieren castigar los hijos adolescentes es lo mejor que nos puede pasar. Ya va a venir a hablar

cuando necesite algo. "¡Si supiera por lo que están pasando sus pobres padres!", dije. Y

Ernesto me contestó: "Déjala, es una nena". Típico de él, siempre la justifica. 

Ernesto esperó a que Lali terminara de desaparecer por la escalera para seguir con la carpeta.

Mientras leía se le iba transformando la cara. El tostado brasileño se le iba empalideciendo.

"Lali no se tiene que enterar de nada", dijo. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Parecía

quebrado. "¡Qué vergüenza!" Lloró. No sé si por Lali, o por él, o por la misma Alicia. Pero

lloraba de verdad.

Me levanté y fui a sentarme junto a él. Ernesto tiró la carpeta sobre la mesa y se quedó con la

vista perdida. Suspiró. Se secó las lágrimas. Me miró. Me agarró la mano y la apretó. Me

acarició un mechón de pelo que me caía sobre la cara, me palmeó la pierna, y me dijo

"tranquila, todo va a salir bien". 

Entonces fue cuando yo me terminé de convencer de que, definitivamente, me había

equivocado.  

Tuya-Alicia PiñeiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora