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Sonó una bocina en la puerta de casa. Era el remís para Ernesto. Nos dimos un beso de

despedida. No fue un beso ¡guaaau!, pero fue un beso. Lo cual, para un matrimonio con los

años que llevaba el nuestro, era más que bueno. Los matrimonios con el tiempo van dejando

de besarse. Eso lo sabe cualquiera, aunque nadie lo diga. Y no significa nada. Es así. A veces

se besan en público, para que los demás vean que se besan. Como diciendo "¿ven que a veces

nos besamos?". Pero en la intimidad es otra cosa, no hace falta. Y si hace falta es por temor a

que esté mal no besarse, como no lo hablan con nadie, no saben que a todos les pasa lo

mismo. A todos. Incluso a los que tienen una vida sexual más o menos activa. Capaz que

hacen el amor una vez por semana rigurosamente. Dos veces en el mejor de los casos. Pero

besarse es otra cosa. El beso pierde el encanto demasiado pronto.

Lo acompañé a la puerta y esperé hasta que el auto arrancara. Lo saludé con la mano. Él hizo

un gesto con la cabeza y levantó la mano, sin agitarla. Fui a la cocina y me tomé un cafecito.

Leí el diario sin apuro. No me molestaba la idea de pasarme el fin de semana sola. Lali se iba

a ir a la quinta de una amiga. Era una suerte para las dos. Después de la discusión de la noche

anterior, la relación estaría un poco tensa. Yo me iba a dedicar a pensar en mí, a hacer todas

esas cosas para las que una nunca tiene suficiente tiempo. Baño de crema, limpieza de cutis,

baño de inmersión, ir a un shopping, alquilar una película bien romántica de esas que Ernesto

detesta, comer lo que haya, no tener que cocinar para nadie. Lo iba pensando y cada vez me

entusiasmaba más la idea. Iba a ser como internarme en un spa, pero en mi propia casa. 

 Subí a cambiarme. Cuando entré en el cuarto no me di cuenta, estaba ahí pero no la vi. Me

cambié, me cepillé el pelo, me maquillé un ¡poco, y recién cuando estaba por salir la miré.

Cómo si me hubiera estado llamando: la carpeta celeste. Estaba sobre la mesa de luz de

Ernesto, tal como la había dejado la noche anterior después de repasar su presentación en el

congreso. "Qué cabeza, Ernesto, te olvidaste la carpeta", me dije. Y sin dudarlo me subí al

auto y salí para Ezeiza. Qué mujer no hubiera hecho lo mismo en mi lugar.

Manejé más rápido de lo que acostumbraba. Tenía que llegar antes de que Ernesto embarcara

para poder darle la carpeta celeste. En mi cabeza, iba siguiendo sus pasos para calcular si

llegaría a tiempo. Hacía rato que tenía que haber llegado al aeropuerto de Ezeiza. Había salido

con bastante margen; con tanta anticipación no debía haber encontrado mucha gente en la cola

de embarque. Nadie cumple con las dos horas anteriores a la hora de salida que piden las

aerolíneas. Ernesto sí, es muy puntilloso en esas cosas. Y muy metódico, así que lo lógico era

que no bien se chequeara, subiera. ¿Qué se iba a quedar haciendo ahí abajo? Yo, por mi parte,

estaba bastante jugada con el horario. En el peaje de la autopista, para variar, funcionaban la

mitad de las barreras y me demoré más de lo conveniente. Y dentro del aeropuerto me costó

encontrar dónde estacionar. Bajé del auto corriendo, con la carpeta en la mano. Casi no les di

tiempo a las puertas automáticas a que se abrieran y ya estaba en el hall buscando a Ernesto.

Fui mostrador por mostrador recorriendo las colas de embarque. No estaba. Fui a

informaciones. A esa hora sólo salía un vuelo para Río. Un vuelo de Varig. Volví a ese

mostrador. Pedí que me informaran si Ernesto había viajado. Me dijeron que no daban ese

tipo de información y supe, por el tono monocorde de la empleada, que era en vano insistir.

Miré en los barcitos al paso. Ernesto toma mucho café, le hace mal, pero le encanta; tal vez se

hubiera demorado ahí. Nada. Podía ser que estuviera en el baño o comprando algo. Lo busqué

en los negocios de souvenirs, en los quioscos, y lo esperé un tiempo prudencial en la puerta

del baño de hombres. No apareció. Quería dejar el recurso de inventar una excusa y hacerlo

llamar por los parlantes, como última alternativa. A Ernesto no le gusta andar haciendo

papelones y, para él, eso habría sido un auténtico papelón, por más que en esa carpeta celeste

se le fuera la vida. Lo mejor era pararme junto a la escalera de embarque. Si todavía no había

subido, tenía que pasar por ahí. 

 Iba caminando hacia la escalera cuando vi la campera de Ernesto. Una campera igual a la de

Ernesto. Pero no era Ernesto, era otro hombre, alguien que subía esa escalera abrazado a una

mujer. Morocha, alta. Un hombre que le decía cosas al oído. Con la campera de Ernesto. Y un

pantalón como el que llevaba esa mañana Ernesto. Con la raya bien marcada, como le plancho

los pantalones a Ernesto. Y el bolso de Ernesto colgando de su mano. El bolso que yo le había

preparado. A Ernesto. Se puso de perfil para besarla. Ernesto la besó. Y ella, Charo, se dejó

besar.

Mientras la escalera los subía, quise gritar. Debo haber sufrido algo así como una parálisis

momentánea, porque no me salía la voz, abría la boca pero el sonido no aparecía. Es más, el

resto de los sonidos, también habían desaparecido. Como si alguien le hubiera bajado el

volumen al sonido ambiente. No podía hablar, no podía moverme, no escuchaba. Sólo veía. 

Hasta que quedaron en cuadro sólo sus zapatos, los de Ernesto, y las sandalias de ella. 

 Y ya no vi más.

Tuya-Alicia PiñeiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora