5.

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Me metí en mi cuarto. Me moría por saber qué estaba haciendo Ernesto en ese momento. Descartada por inútil la posibilidad de que hubiera ido a la policía, pensé que a lo mejor se había tomado un tiempo para arrastrar el cuerpo al lago. Para que se hundiera. Eso dificultaría más la tarea de quien tuviera que investigar la, entonces tal vez, desaparición de Tuya. ¡Esa sí que era una idea! Si hubiera podido llamar a Ernesto y decírselo. Pero no podía. Él no sabía que yo también era parte de esa historia. Por un momento pensé en usar la misma táctica que para mi cumpleaños. Una especie de asociación libre inducida. "Ernesto, anoche soñé con vos. Soñé que me regalabas para mi cumpleaños una campera de cuero color borravino que me tiene loca, una que venden en el local tres de la planta baja de las Galerías Pacífico. No sabes, fue un sueño re lindo. Talle cuarenta y dos." Pero en el caso en cuestión, tendría que haberlo llamado y haberle dicho algo al estilo de: "Ay, querido, discúlpame que te moleste pero tuve una pesadilla, te vi arrastrando un cuerpo al lago de Palermo". Demasiado traído de los pelos, se iba a dar cuenta.

Tenía que mantener la calma, cosa que me costaba. Reconozco que estaba nerviosa. Me di cuenta porque no sabía qué hacer. Yo siempre sé qué hacer, siempre tengo las cosas claras. Pero esta vez, estaba confundida. Está bien que uno no ve matar a una mujer todos los días; y mucho menos que quien la mate sea su marido, el de una. Pero bueno, tampoco "matar", que suena tan rotundo, tan de dedo índice agitado en el aire, tan de maestra ciruela. "Accidentar" tal vez sea un término más apropiado. O mejor "empujar y desnucar sin querer". "Desnucar" tampoco es una palabra de lo más feliz. "Preterintencional." Ésa la busqué en un diccionario jurídico la semana pasada, por las dudas. Que a causa de un empujón "preterintencionado" ella se hubiera muerto, ya era otra cosa. Porque Ernesto no puso ahí el tronco donde fue a dar la cabeza de Tuya. Eso fue cosa del destino que quiso que esa mujer terminara así. O de Dios. Y yo en esas cosas creo. Y las respeto. Y busco el mensaje. Porque ¿por qué esa mujer terminó desnucada en los bosques de Palermo y no paseando con mi marido por la Recoleta? Las cosas son como son por algo.

Pero volviendo a lo de mi confusión, porque yo en el tema del accidente y de las culpas tenía todo bastante claro, lo confuso para mí era decidir si era mejor esperar a Ernesto en la cama y hacerme la dormida, o esperarlo sentada en el living. Porque si Ernesto venía, como yo suponía, desesperado por contarme lo que le había pasado, y me encontraba dormida, tal vez no se atrevía a despertarme. Pero si me encontraba despierta, ¿qué podía decirle para justificar mi desvelo? Si era más de la una de la mañana y yo a las diez de la noche ya estoy durmiendo como un tronco. Justo "tronco" se me tenía que venir a ocurrir.

Me puse el pijama y me metí en la cama. Estaba incómoda. Daba vueltas para un lado y el otro. Traté de relajarme. Respiración profunda y esas cosas. Nada. Me levanté y bajé al living. Me senté en el sillón. La lluvia era cada vez más fuerte. Me imaginé el barro que habría en los bosques de Palermo para ese entonces. Me imaginé a Ernesto dando vueltas con el auto para poner en claro sus ideas. Me lo imaginé en la ruta de camino a casa, manejando bajo esa lluvia. Me acordé de las escobillas, de las de mi auto. De esa que no barría y que tendría que haber cambiado hacía meses. La izquierda. Y me dije: "Mejor ocuparme en algo útil mientras espero". Y fui al garaje a cambiar las escobillas. Ernesto siempre tiene repuestos para el auto. Bujías, fusibles, esas cosas. Yo sé bastante de mecánica, pero él no sabe que sé, porque ocuparse de los autos es una tarea de los hombres, y como decía mi mamá, el día que cambias un cuento, sonaste, porque ya creen que sos plomera diplomada y no agarran un destornillador ni que se esté inundando la casa. Abrí la caja donde Ernesto guardaba los repuestos y la revolví. Las escobillas estaban debajo de todo. En realidad debajo de todo no; cuando saqué las escobillas encontré un sobre que, por supuesto, abrí. Porque yo tengo mucha intuición, y sabía que tenía que abrirlo. ¿Y qué había adentro? Más cartas de Tuya. Con el rouge de Tuya. "¡Qué diálogo de mierda hay que tener para necesitar tanta carta!", pensé. Las leí. Eran una asquerosidad. "Este hombre es un reverendo idiota", pensé, "¿en cuántos lugares de la casa habrá dejado pistas de su romance?". Tiré las escobillas al cuerno y me puse a hacer una revisión a fondo de toda la casa. Yo ya le venía revisando desde hacía un tiempo bolsillos, attaché, cajones del escritorio, la mesita de luz, la guantera. Pero la caja de repuestos del auto supera la imaginación de cualquiera. Agité libros, desarmé bollos de medias, saqué fondos de valijas y bolsos. Sólo encontré una foto carnet de Ernesto, atravesada por los labios de Tuya. Adentro de una cajita de preservativos. La foto tenía una dedicatoria: "Para que los disfrutemos juntos". Fue en ese momento en que me quedó claro por qué Dios puso ese tronco donde lo puso. Guardé la foto y los preservativos con el material que había encontrado en mi primera revisión, unas semanas atrás. Pensé en quemar todo antes de que viniera Ernesto. Dadas las circunstancias, no se podía correr el riesgo de que alguien las encontrara. Pero no sé, las guardé. Una nunca sabe. Yo había armado una especie de escondite en el garaje cuando todavía no había abierto mi cuentita en el banco. Un trabajo verdaderamente prolijo: había aflojado un ladrillo, lo había sacado limpito, lo había partido al medio, y otra vez al lugar de donde lo había sacado. Pero esta vez sólo la mitad del ladrillo. Con los billetitos atrás claro. Los billetitos ahora están en un lugar más seguro. "¡Vaya uno a saber dónde terminan estas porquerías!", pensé mientras doblaba las fotos y las notas para que entraran.

En ese momento llegó Ernesto. Me agaché detrás de mi auto para que no me viera. Me parecía muy fuerte que bajara del auto y me encontrara ahí en el garaje. Se iba a sentir espiado. Era mejor dejarlo tomarse su tiempo antes de que me largara todo el rollo. Tal vez un whisky, unos mimos si hiciera falta. No sé, algo que lo entonara. Y después la charla y el alivio de una vez por todas. Ernesto salió y le di tiempo a que subiera. Sabía perfectamente lo que yo tenía que hacer: ir a la cocina y calentar un poco de leche. Después subir y decirle: "Hola, mi amor, me desvelé. ¿Vos todo bien?".

Antes de salir del garaje me detuve a observar el auto de Ernesto. Tenía barro hasta la manija. Se me hizo evidente que, por un tiempo, iba a tener que pensar por los dos.

Tuya-Alicia PiñeiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora