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Los días siguientes fueron un infierno. No pasó nada. ¿Cómo una puede sentirle el gusto a

lavar los platos, a barrer o a planchar, cuando tiene entre manos algo tan importante como el

encubrimiento de un asesinato? ¿Cómo concentrarse en el punto del caramelo, en bajar la

comida del freezer, o limpiar un inodoro? ¿Cómo soportar la eterna cara de culo de una hija

adolescente?

 Recién el viernes empezó a moverse la cosa. Al mediodía estaba viendo un noticiero mientras

comía algo. Yo siempre miro el noticiero mientras como, pero le bajo el volumen. ¡Hay cada

noticia que se te atraganta la comida! Le subo la voz sólo cuando aparece la cronista de

espectáculos o la que da el tiempo. Pero ese día me encontré con una cara conocida y subí el

volumen antes de lo esperado. Era Charo, la sobrina de Tuya, saliendo de una comisaría junto

con un matrimonio mayor, que resultaron ser los padres de la occisa. Lo de occisa es una

apreciación personal, el periodista hablaba de "la desaparecida hija del doctor Soria". La

noticia tuvo mayor relevancia de la esperada, justamente porque el padre de Tuya era un

médico retirado pero muy conocido, con lo que el asunto cobraba un encanto adicional para el

periodismo. Los padres se veían abatidos, y la morocha los ayudaba a llegar al auto entre

micrófonos y flashes. La única que respondía a algunas de las preguntas era ella. Me quedé

mirándola. Definitivamente, no era linda. Llamativa, tal vez, porque era muy alta, muy

erguida. Linda no. Algo de ella me molestaba sobremanera. La miraba y no terminaba de

darme cuenta. Hasta que la enfocaron bien de frente, antes de subir al auto. ¡Tenía un par de

tetas! ¡Ese tipo de tetas que me dan tanta bronca! Redondas, duritas, orgullosas. Tetas

jóvenes. Aunque yo ni de joven las tuve. Mi mamá tampoco, por eso ella odiaba esa creencia

popular que dice que las tetas perfectas tienen que entrar justas en una copa de champán. De

las copas redondas, no las alargaditas, por supuesto. ¿O ésas son de sidra? Yo de chica tenía

esa fantasía. Me las medía. De lejos. Nunca me atreví a hacer la prueba concreta. Me daba

miedo que la copa me hiciera un efecto sopapa y mis tetas quedaran atrapadas para siempre.

Esas pavadas que una piensa cuando todavía es inocente. Hoy por hoy no tengo esa clase de

miedos. Pero soy consciente de mis limitaciones; mis tetas ya no pasarían esa prueba. Las de

Charo sí.

Me olvidé de las tetas. Cambié de canal, busqué en todos los noticieros y canales de noticias,

pero todos repetían la misma escueta información acerca de "la extraña desaparición de la hija

del doctor Soria". Sentí pena por Tuya. No porque estuviera muerta. Ésa es la ley de la vida,

unos nacen, otros mueren. Nadie sabe cuándo te va a tocar el turno, pero que te toca, te toca.

Sentí pena por la forma en que se referían a ella. Alicia seguía siendo "la hija del doctor

Soria". Claro, Alicia sólo podía ser Tuya en la clandestinidad. A mí, sí me asistía el derecho.

Me saqué de encima el mote "la hija de Blanca" cuando pasé a ser "la mujer de Ernesto". Y

me encanta que me llamen así, siento que me da mi lugar en el mundo. Mi territorio. Además

es bueno que los demás sepan que una no está sola, que hay un hombre que te banca, que si se

te pincha la goma del auto alguien te la va a cambiar. La sociedad es muy machista, hay que

aceptarlo. Por eso mi mamá se hacía llamar "la viuda de Lamas". Aunque mi papá estuviera

vivo, en alguna parte. 

 Tenía que avisarle a Ernesto que el tema de la desaparición de Tuya había tomado estado

público. Pero no me pareció adecuado decírselo por teléfono. En este país es demasiado fácil

escuchar la conversaciones ajenas. Yo misma me enteré de la trágica cita de Ernesto con Tuya

levantando un tubo. Ni qué hablar de teléfonos ligados, escuchas, rastreos de llamadas. Yo

por teléfono sólo hablo pavadas. Y con el tema de Tuya había que ser muy cuidadoso.

Además, no me costaba nada ir hasta la oficina de Ernesto y decírselo en persona.

Cuando llegué a la oficina la recepcionista estaba ocupada recibiendo una correspondencia,

así que fui al ascensor sin anunciarme. Bajé en el piso de Ernesto. Obviamente su secretaria

no estaba, así que fui directo a su oficina y me metí. Ernesto no estaba solo, había una mujer

en su escritorio, frente a él. "Perdón, no quise interrumpir." La mujer se dio vuelta. Era Charo.

Lloraba. Ernesto nos presentó. La morocha se levantó, se secó las lágrimas y me dio la mano.

Odié sus tetas una vez más. En persona eran mucho más impactantes que por televisión. Una

remera blanca, los pezones marcados. "Lamento mucho lo de su tía", dije. "Esperemos que no

tengamos que lamentar nada", me dijo ella. Una ordinaria. Al fin y al cabo, yo no hacía otra

cosa que ser solidaria con el dolor de su familia. Hay gente que es así.  

Ernesto la acompañó hasta el ascensor. Yo me quedé esperando.  

Tuya-Alicia PiñeiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora